Hace varias semanas que estoy con este tema. El de ser extranjera. Le escribo a mi hermana, que es extranjera en un país distinto hace menos de un año y le doy consejos sobre “cómo sentirse en casa”. Que la cocina, que las costumbres, que cómo cuidarse cuando estás “en baja”, que los amigos, que la familia. Me busco entre mis recuerdos seis años atrás cuando nos fuimos de la Gran Ciudad para venir al campo. A un lugar distinto. Solos, los dos, con dos perros. Me encuentro armando planes, soñando espacios, añorando lo que no está. Me veo corriendo a la ciudad de mi infancia a respirar el smog del que salí huyendo, hablando sin parar para cubrir el silencio que tenía como Cielo. Me veo armando mi casa, mi huerta. Transformándome, de a poco, en parte de aquel nuevo paisaje que me cobija. Me recuerdo mamá por primera vez, temerosa y feliz, dejando de huir de aquel espacio que me tenía como extranjera porque ahora es el hogar de nuestras hijas. Ellas son de acá. Y vuelvo a pensar en esa idea de estar en un lugar donde no naciste. Y creo que somos todos un poco extranjeros, de a ratos, aunque no nos vayamos del país ni de la ciudad que nos vio nacer. Aunque nos quedemos siempre en el mismo lugar. Empezar algo nuevo es ser un inmigrante. Un trabajo, un colegio, un curso, una mudanza, un embarazo, un viaje. No hace falta tener un acento raro para sentirse “de afuera”. Pero sí hace falta aprender que el “país de uno” se lleva adentro. Siempre.
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TEJER RECUERDOS
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