Hoy inauguro esta nueva sección en mi Blog, que bastante abandonado lo tengo y puede ser una linda excusa para sacarlo '
nuevamente a la luz.
Esta vez quiero compartir mi pequeño espacio con todas las personas que amorosamente decidieron sumarse a mis talleres de escritura creativa. Siempre les digo que una de las partes más lindas de empezar a escribir es también empezar a compartir. Muchas veces las palabras que uno elige son las mismas que algún está buscando y no encontró.
Eduardo Galeano tiene una historia muy, muy linda sobre cómo se transformó en escritor. No la voy a contar acá, pero el mensaje más lindo de ese relato tiene que ver con ser puentes para los que no encuentran palabras para la vida o que no las saben decir.
"Yo tenía la responsabilidad de llevarles la mar, de encontrar palabras que fuesen capaces de mojarlos".
La idea es publicar algunos de los textos que ellos fueron escribiendo según algunas de las consignas que les fui mandando. ¡Que los disfruten!
Mirarte
Por Angie Llorente
Sus pies de no más de 7 centímetros tocan mi cachete. ¿Lo tocan o me quieren desfigurar la mandíbula…?
Ronca, qué envidia. Ese suspiro agitado que después se relaja y se vuelve acelerar es lo primero que escuché cuando me levanté. Sus rulos están alborotados. Se achatan en el sector de la cabeza que impacta contra la cama y puedo observar con claridad lo definidos que están los que caen sobre su nuca. Él no usa almohada y puede dormir en las posiciones más insólitas. Pancho. Mueve su cola como signo de que le falta esa palmadita para continuar un rato más con sus minutos de sueño que, empiezo a reconocer, están próximos a terminar. Cuando eso pase, este señor de corta estatura va a arrancar y no va a parar.
Si tuviera que retratarlo, lo pintaría con sus pelos locos atacados por la humedad; esos que, cuando se acerca, rozan mi piel y me hacen cosquillas. Su boca parece chiquita pero cuando la abre le podría entrar una empanada entera. Su nariz me resulta poco respignada para su edad, “graciosa” diría mi abuela. Sus cachetes son aplastables y sus cejas rubias, pero no tanto. Su piel suave y blanca, sin ninguna peca o lunar al acecho, bien lisa. La marca del raspón abajo del ojo delata que perdió su primera riña callejera, “placera” más bien. Sus orejas son chicas y redondeadas. Sus manos. Qué perfección, tan chiquitas y hasta tienen nudillos. Son torpes, también, pero firmes. Sus dedos gordos y estirados parecieran comunicar que hasta ellos (junto con cada parte del resto de su ser) estuvieran disfrutando del hermoso placer de dormir. El que sabe, sabe. Sus uñas cuadraditas piden a gritos un corte. Su cuello huele a transpiración y lo rodean dos finos rollos. Su panza sobresale por afuera de su tronco mientras sus piernas anchas intentan abarcar la cama en su totalidad. Imposible. Y, por último, sus pies, que me dan ganas de apretarlos, morderlos y comerlos, cada vez que los miro.
Todo eso voy a apreciar cuando este cuerpito que duerme a mi lado -pegado, o cuasi sobre mí- amanezca. Eso, su andar más acelerado de lo que le permiten sus piernas y su cola regordeta yendo de acá para allá; aunque reconozco que sus pantalones lo perfilan más “culón” de lo que es.
En breve, cuando gire mi cara, lo voy a ver con su torso levantado, apoyado sobre sus piernas, como hace siempre, esperando que alguien vaya por él. Qué lindo dar por sentado que apenas abras tus ojos va a haber una persona esperándote para empezar tu día. Y qué poderosa mi intuición que, sin escuchar el más mínimo ruido, me anuncia que este ser ya se inclinó sobre sí.
Se empieza a tararear una canción para ver si con el sonido de su voz vuelve a conciliar el sueño. Yo, en cambio, ya sé que en pocos minutos arranca su día, nuestro día.
Abre sus ojos. Son celestes como el cielo en días de sol -a eso me recuerdan cada vez que los veo- y combinan con su pijama a rayas. La polera blanca que lleva abajo me causa ternura.
Gordo madrugador, ¿cuándo será el día en que duermas una hora más? A veces no quiero que llegue ese momento, porque vas a crecer a pasos agigantados y ya no voy a poder amanecer con esa patita inquieta que me hace madrugar el ochenta por ciento de mis preciados días. Preciados gracias a vos, a tu hermana y a tu papá.
La añoranza
Por Clara Fernández Fabré
Pareciera como si llevara un rato esperando al colectivo. Pasa el peso de su cuerpo de una pierna a otra mientras mira a la infinita calle para ver si aparece su transporte. Su cabello se enrosca en un rodete desprolijo que, imagino, se lo hizo rápidamente cuando se despidió de la cama. Su cara parece seguir luchando contra el cansancio. Realmente es muy temprano. Aprovecha ese rayo de sol para despegar sus párpados en un intento de seguir soñando. Escucha un ruido de algo suave que cae y al abrir los ojos ve al lado de su pie cae una hoja regalada por el otoño. La toma. Es perfecta para su libro de colección, que se va llenando con las hojas de diferentes lugares del mundo.
El verano se va quedando atrás haciendo mutar el clima. Viste un vestido de media estación hasta arriba de sus rodillas, que cubre sus largas calzas que terminan en sus sandalias. Todavía no está lista para dejar atrás el calzado veraniego. Abre su bolso que lleva pegado a sus costillas para dejar caer dentro la hoja antes de devolver sus manos a los bolsillos de la campera liviana. Su nariz redondeada y su mirada fría quieren esconderse tras la chalina que se puso para soportar los bajos grados de temperatura que hay por las mañanas.
Al no haber rastros del colectivo, saca sus auriculares y los enchufa al celular. Pone a reproducir su playlist y se sumerge en el bajo del bombo que retumba hasta terminar de despertarla. Silencio. Tum. Tum. Silencio. Tum. Tum. Sin el silencio no hay música. Es lo que le da sentido a cada sonido, esa pausa mágica que ordena lo que vendrá. Aparece el piano con la melodía distintiva del chamamé, seguido de los vientos que tímidamente van acompañando con unos ecos. No podía faltar el bandoneón que, juguetón, se mete a intervenir mientras se luce con su color particular. El contrabajo va marcando los graves y casi parece un instrumento de percusión. Se va armando el baile gracias a la orquesta que, uniendo la singularidad de cada actor, le da vida a una canción. Tiene ganas de zarandear su cuerpo sobre la vereda y no se priva de hacerlo.
Piensa en las ganas que tiene de ir a las peñas de Santiago, su tierra natal, que siempre la espera llena de chacareras y de tierra seca volando que sale del zapateo ardido de los paisanos. Casi puede sentir el calor infernal de la tarde que no se combate sino bajo la sombra de un mistol. Casi puede escuchar a las chicharras que aturden al atardecer. Casi puede doler la añoranza de un mate con la familia, compartiendo el ritual del silencio del campo. Pero una bocina, la vibración del subte bajo sus pies, y los edificios fríos y altos, la devuelven violentamente a la ciudad.
Un cuatrimestre más y vuelve para el pueblo. Las canciones siguen sonando intentando llevársela lejos, pero aparece el colectivo y, rompiendo el hechizo se saca los auriculares para concentrarse en la secuencia de parar el medio de transporte, pedir su boleto y pagar. Descubre un asiento vacío junto a la ventana y se devuelve a su universo musical, poniéndose nuevamente los auriculares. Cierra los ojos luchando por evadirse de la realidad y el folklore la va llevando hacia los lugares ocultos de su sensibilidad, hacia los recuerdos más vividos, hacia el latido de su corazón, que se acomoda al bombo leguero.
Joaquín (o Gustavo)
Por Carolina Battiston
No recuerdo exactamente por qué, pero a pesar de llamarse Joaquín, sus hermanos le dicen Gustavo. Duerme profundamente con la boca entreabierta mientras el chupete se va deslizando por la comisura de sus labios, hasta quedar atrapado en el hueco ese que se forma entre su cachete y la almohada. En su puño gordito esconde un sacapuntas azul. Tal vez esté soñando con esa batalla que luchó contra su abuelo Charly, en la que se defendió valientemente con una espada de goma eva y una capa de raso azul. O con esa tarde de verano en la que se fue abriendo paso a lo largo de la ligustrina, mientras escapaba de un lobo feroz. Travesía en la que, además de terminar arañado por todas las ramas del camino, perdió el pañal y una media.
Ahora, así, recostado sobre la cama y babeando la almohada, es lo más parecido a un pedacito de cielo. En su nuca el pelo viene un poco para acá y va otro tanto para allá, como un remolino electrizado y estático que se va gestando en esa fricción contra la funda de algodón. Su cuello huele a naranja ombligo y también a sal. Ese olorcito que sólo tienen los aventureros que gozan del día hasta caer rendidos.
El pijama entero con rayas azules y grises que lleva puesto revela que es el último de cuatro hermanos: en la punta de su pie izquierdo asoma, tímido, el dedo gordo del pie. También lo revela el hecho de que todavía duerma en la cama de mamá y papá y de que, a pesar de su corta edad, ya haya aprendido a echarle la culpa a Lana, su perra, de cualquier barbaridad sobre la cual lo acusen.
Es un gran artista. Sus días transcurren entre tizas, marcadores, lápices y crayones. Sabe con total seguridad dónde se guardan las cosas que sirven para dibujar, sobre qué superficies funcionan, y a qué saben: un día, a escondidas, probó hasta la goma de borrar. Con una concentración nunca antes vista y apretando la punta de la lengua entre sus labios, colorea apurado y con devoción cada pedacito de la hoja; cuando termina sigue con la mesa, la pared, el piso y las juntas de las baldosas. Lana también fue blanco de su arte.
“Un sobreviviente”, dirían algunos. O un sabio, diría yo. Porque a pesar de ser el más chiquito, aprendió mejor que nadie que el juguete más lindo no es el nuevo, sino el compartido, y que los pitucones en su ropa son dignos de mostrar porque guardan, en secreto, las aventuras que vivieron sus hermanos uno años atrás.
Quisiera colarme dentro suyo tantas veces y aprender, desde lo más profundo, su arte de saborear la vida como sólo sabe hacerlo quien mira las cosas por primera vez. Llevar en los pliegues de mis manos ese olor que combina exquisitamente el de la plastilina, las vainillas con azúcar y los besos de mamá. Sentir la adrenalina del vaivén en la hamaca y la embriaguez después de una mamadera calentita. Dejarme llevar por la tentación de dibujar con el dedo sobre el Nesquik que cayó en la mesa. Reír genuinamente, a carcajadas y con todos los dientes. Creer en que es posible alcanzar la luna, y que sólo hace falta estirarse y ponerse en puntas de pie. Tener esa habilidad natural de perdonar y de olvidar todas las veces que haga falta, porque todos merecen otra oportunidad. Abrazar fuerte siempre, profundamente, intentando hacerse uno con el otro, como si ese abrazo fuera el último.
Amar de verdad, con toda la incondicionalidad y la pureza con las que sólo un niño es capaz.
Y saberme amada con la misma intensidad.
Como Joaquín.
El reclamo
Me puse a ordenar los hilados, esos con los que tejo las mantas para bebés, que están guardados en un mueble muy lindo. Es un arcón que era de mi abuela.
De repente siento un murmullo, como si alguien me hablara al oído… Presto un poco más de atención y escucho: “¡Acá estamos, dale!” Me siento asombrada y vuelvo a escuchar una voz que dice: “Tejé, hacé una linda mantita para un nuevo bebé”. Y me asombro más al darme cuenta que los que me hablan son los ovillos, los de color pastel, rosado, blanco y celeste.
No entiendo bien qué es lo que está sucediendo hasta que me llega un griterío desde el otro lado del arcón. Escucho una voz eufórica que reclama atención y me dice: “Luisa, dale que nosotros somos los colores vibrantes, los que más te gustan”, y observo a los ovillos fucsia, verde fluo, azul, amarillo y me parece que se mueven como si estuvieran bailando. “¡Acá, acá, nosotros primero, queremos ser una manta, ya llega el invierno!”, murmuran alto.
Se hace un silencio muy breve, y escucho un sonido como de espadachines, pero me doy cuenta de que son las agujas de tejer que pelean entre ellas, para llamar mi atención y como si fuera una proclama, gritan: “¡Tejé de a tres mantas juntas, como hacías antes, para eso estamos, no nos dejes abandonadas, extrañamos el calor de tus manos y el trabajo de ir y volver. ¡Empezá a tejer ahora!”
Cierro bruscamente el arcón, necesito saber que está pasando. Lo abro despacio nuevamente, no hay más ruido. Entonces miro todo lo que tengo guardado ahí y pienso un color de manta, agarró un par de agujas y una madeja de hilado azul bandera. Saludo al resto de los hilados y a las agujas de tejer también, con un: “¡Hasta pronto!” .
Me voy hasta el lugar donde tejo. Me acomodo allí, mientras pienso en lo que me acaba de pasar hace unos minutos. Casi sin darme cuenta ya convertí la madeja en un ovillo y empecé a tejer nuevamente otra manta, que aún no sé para quien será, pero estoy segura de que acompañará el sueño de un nuevo bebé y de su madre.
Secretos que curan cosas
Por María Gracia Sampietro
Vuelve a esconder en el repasador lo que acaba de mostrarme. Y mientras me mira pícara pero muy seria me pide que no se lo cuente a nadie, que es un secreto entre ella y yo.
Sin animarme a reaccionar, salgo de la cocina y camino por la galería que bordea la casa chorizo hasta la pérgola de la entrada donde me espera sentada mi mama. La señora va detrás mío chistándole a cuanto animal se cruza a mi paso. Gatos, conejos, gallinas, patos, perros y hasta tortugas aparecen desde las crecidas plantas, pero a mí ninguno me detiene. Sólo quiero encontrar la salida. Creo que voy a vomitar, no puedo creer lo que me mostró. Tengo muchas ganas de contarle a mi mamá, pero me aguanto, cumplo mi promesa de guardar el secreto y vamos todo el viaje de vuelta a casa en silencio.
Vinimos acá porque, desde hace unos años, cada vez que me agarro una angina se me llenan los labios de herpes. Son cada vez más recurrentes, más grandes y más molestos. Mi mamá ya probó poniéndome distintas cremas, pañitos con té de manzanilla y otros yuyos pero nada ha dado resultado. Por eso , por sugerencia de una tía, me empezó a traer a lo de una señora que cura estas cosas....no es médica, pero cura cosas....Me resultó un poco extraña esta explicación que me dio pero no me asustó. La mujer es una señora querible, con brazos gorditos que dan ganas de abrazar, pelo corto blanco y enrulado, piel blanca y agrietada, ojos transparentes. Visitarla en su casa quinta es como una vacación para mí. Me recibe en su cocina, nos sentamos solas a charlar un rato en la mesita junto a la puerta abierta que da a la galería, por donde entra la luz de la mañana. Ella trae la pava en una mano y en la otra un repasador hecho un paquetito, me lo pone sobre mi boca y me pide que lo sostenga. Es muy frío. Tanto que casi me congela toda la cara y la mano se me adormece. Es blandito como un almohadoncito. Este ritual se repitió durante cuatro o cinco mañanas hasta la de hoy, que era la última, cuando antes de despedirnos, me preguntó si quería ver qué es lo que había dentro del repasador.
Mi mamá nunca se enteró de los beneficios de la panza de un sapo.
La alegría de vivir
Por Alejandrina Laprida
@ciclo.natural
Aquí estoy sentada. Todavía sigo sin poder creerlo. Estos últimos días pasaron tan rápido que no tomé dimensión de lo que estaba pasando. Me río y lloro. Desde que recibí la confirmación de que no era un sueño, no puedo controlar mis emociones. Pobre José, el kiosquero. No sé qué habrá pensado. Antes de salir, fui apurada a comprar unos caramelos. Él me hablaba de la economía, de las ventas que habían menguado, de un nuevo paro de camiones. No sé qué más dijo porque, a decir verdad, lo oía, pero no lo escuchaba. Desde que recibí la confirmación, se desataron nudos que me hacen sentir liviana y ajena. Entré en otra frecuencia. Todo lo que sucede ante mí, pasa delante de mis ojos entre el hartazgo y aburrimiento. No sé en qué momento, José se habrá dado cuenta. Le pedí mi chocolate preferido a modo de festejo. ¿Habrá sido porque le pedí dos, cosa que nunca hago? La situación lo merecía. Supongo que cuando uno entra en la dinámica del presente inesperado, te sentís contagiado y con la necesidad de que la rueda de la fortuna siga girando. La cuestión es que me encontré con sus ojos por primera vez después de varios años. Los suyos, oscuros, que suelen estar escondidos bajo tupidas cejas, me requisaron, en silencio, desorbitados.
“¿Algo más?”, me preguntó incrédulo. Y, mientras asentía, estallé con una sonora risa. Fue genial, me acuerdo ahora y me vuelvo a reír. No me cuesta nada. Desde hace unos días, tengo la sonrisa dibujada en mi cara. Nunca me había pasado. Me di cuenta porque volví a sentir dónde estaban mis cachetes. Lo había olvidado. Hacía tiempo que no sonreía tanto. La alegría vino a instalarse desde que descubrí el sobre bajo mi puerta. Resignada pensé que había llegado una nueva factura. Cuando tuve la carta entre mis manos, me di cuenta de que no. La leí una y otra vez. Grité, lloré, salté. No lo podía creer. Tenía en mis manos la reserva de un pasaje en avión que alguien me estaba regalando.
Ahora miro a través de esta minúscula ventana que no puedo abrir, pero que muestra un cielo inmenso. Estamos atravesando nubes. Todo se vuelve blanco. La ciudad, que hasta hace unos minutos pisaban mis pies, desapareció de mi vista, que todavía es bastante buena. No puedo medir la distancia, pero estoy mucho más allá de lo que puedo imaginar. Cierro los ojos, atravieso la ventana y toco el cielo.
35E es mi asiento. Y ahora lloro. Por el tiempo que tuve que esperar, por las cosas que tuvieron que pasar. Todas me trajeron hasta este momento. Repaso mentalmente cada una de ellas. Las miro. Las bendigo, doy gracias por ellas. Estarán siempre conmigo. Son, en parte, quienes me trajeron hasta este vuelo que me lleva de regreso. Vuelvo hacia esa otra querida ciudad, que me tuvo entre pañales y que apenas recuerdo. Lloro porque ese sueño, que hoy es vida, me encontró cuando ya no soy una niña. Lo entiendo, lo acepto. El tiempo tenía que pasar, hacer en mí su proceso. Espero ahora con mucha ilusión este reencuentro.
El nido
Por Ceci Jaurena
Los bombos no querían callarse y el sonido de un corso de pueblo seguía sonando a lo lejos.
Mientras cruzaba la plaza San Martín de la mano de mi abuela imaginaba que en las calles principales todavía quedarían algunos chicos escapando de las mascaritas y agitando fuerte los pomos de espuma para una última corrida.
Era una noche fresca de febrero y podía sentirlo en todo el cuerpo, como si la brisa de la noche se colara a través de la ropa mojada. Todavía llevaba en la mano la toalla que usaba para limpiarme la espuma de la cara, es cierto que el corso había quedado unas cuantas cuadras atrás, pero estaba la posibilidad de que algún chico nos hubiera seguido y estuviera esperando agazapado, detrás de un árbol para sorprenderme y llenarme de espuma una vez más. El temible ataque sorpresa de la Cosminieve duraba todo febrero.
Mi abuela era una mujer de historias, le gustaba contarme cosas del barrio y de viejas tradiciones. Creo que muchas eran inventadas, pero no importaba. Me contó, por ejemplo, que cuando mi mamá era una niña también jugaba en la plaza San Martín, la "Sanma", para los del barrio, y que unos chicos tenían una broma que era casi un método: ataban sapos de las ramas de los árboles y se escondían para ver cómo caían en las cabezas de los caminantes o como rebotaban en el piso de baldosas de cemento. Hace muchos años que mi mamá y esos chicos dejaron de ser niños, pero la sola posibilidad de que el método hubiera sobrevivido a las generaciones, me generaba un profundo temor. Tal vez por eso casi nunca cruzaba la plaza.
La vida con mi abuela estaba llena de enseñanzas: la boca y las uñas siempre rojas, porque es el color de la pasión. Los desayunos se toman en la cama. Quedarse con las ganas, nunca es bueno. Siempre es mejor ser la que organiza el pesebre del barrio para poder elegir los papeles principales, porque son los únicos que valen la pena. Así entendí cómo era que siempre me conseguía el rol de la Virgen María. Yo pensaba que era por ser la más alta, pero no. Era por mi abuela. Y yo no era una Virgen cualquiera. Era una de túnicas blancas, celestes y labios rojos que sostenía el bebé de turno del barrio.
Pero esa noche de febrero y de batucadas lejanas, de frío en todo el cuerpo y de pelo empapado de espuma, esa noche de cruzar la Sanma mirando para arriba por las dudas que la tradición de los sapos atados se mantuviera viva. Yo sabía que cuando llegara a la casa de mi abuela tendría recompensa. Primero sería el baño caliente para sacar los restos de corso del cuerpo. Ese baño de techos altos que se iba llenando de vapor hasta que mi abuela abría la puerta para recordarme que tenía que enjuagarme bien el pelo y que me apurara porque “ya casi está listo”. Y esa frase era el cierre perfecto de la noche. Porque sabía que apenas saliera del baño la iba a ver parada, con sonrisa de boca roja pasión frente a mí, sosteniendo en sus manos una taza con un huevo pasado por agua mezclado con migas de pan, unos granos de sal entrefina y un chorrito justo de aceite, esa medida exacta que sólo conocía la mano de mi abuela.
Todavía puedo cerrar los ojos y verla parada con esa taza entre las manos como si guardara un nido. Todavía puedo escuchar el tintineo de la cuchara mezclando ese tesoro.
La eterna dicotomía de mis días enamorados
Irrumpe el sonido de la alarma. Eso, y su beso de buen día que es picoso, me despiertan. Anoche me dijo que hoy se iba a afeitar, y aunque su barba me pinche, yo no quiero que lo haga. Esa es la eterna dicotomía de mis días enamorados: ¿prefiero sentir su piel suave o verlo con barba? Casi como en un juego de Piedra, Papel o tijera, la vista le gana al tacto, indefectiblemente. Siempre me gustó cómo le queda la barba, porque contrasta hermosamente con su cara aniñada. Creo que hay personas que por más años que cumplan siempre las acompaña un dejo de irreversible infancia que pinta para siempre sus facciones. Tal es el caso de mi novio, pienso, mientras la alarma sigue sonando, y él ya se levantó de la cama para sacar a Toto a que haga lo que durante las noches, obedientemente, retiene. Yo reposo en horizontal. Ya estoy completamente despierta, pero me quedo acurrucada en la cama y continúo asociando pensamientos en el aire.
Pit lo llaman sus amigos y compañeros de trabajo. Para su mamá es Juan Pedro, seguido de un ‘hijo mío’, que resuena con esa voz de madre, un tono que combina la ternura y el reclamo. Para mí y para los míos, es Juan. Y si tuviese que elegirle un sobrenombre, Peter Pan sería. No sólo cuadra perfecto con la traducción de su segundo nombre, sino que además mi novio tiene bastante del personaje del cuento.
Claro que él no está de acuerdo con esta intelección. O mejor dicho, sí lo está, pero su mente de ingeniero rehuye de mis asociaciones mentales cuando se las comunico en voz alta. A veces las pienso en silencio, pero los gajes de mi oficio de psicoanalista en formación me suelen traicionar y, aunque me empeño bastante en evitar hacerlo, termino diciéndole: “¿Ves? Esto que te pasa probablemente tenga que ver con esto otro…”.
Sus pasos de regreso al cuarto interrumpen la inmensidad de mi pensamientos filosóficos mañaneros. Me estiro en la cama y lo observo vestirse. Es tosco para moverse, Juan. Abre la puerta del ropero para buscar su ropa y todo acto de su cuerpo es seguido por un ruido, como si los objetos se quejaran y le lanzaran un “¡despacito, che!”Es su vaivén natural, su esencia rústica. No es que esté enojado, ni que azote algo para hacerse notar. Eso es más bien una característica mía. Pienso que tiene el corazón más bueno que conozco, que su textura es de algodón noble y que, paradójicamente, sus maneras, su barba y sus movimientos no le hacen justicia a lo suave de su amor.
Se sienta en la cama para ajustar los cordones de sus Timberland con una precisión exacta; el colchón se queja y rebota. Esa es la inercia que necesito para lograr desprenderme de la cama. Mientras lo hago, le pregunto: “¿Vas a querer a café, gor?”, conociendo ya su respuesta. “Mejor me afeito mañana”, me responde, y me sorprendo. También me alegro. La vista le gana al tacto, una vez más.
También esto pasará
Bea Vilá
"También esto pasará...", me repito como un mantra para mis adentros. Y siento un guiño de complicidad de varias flores diminutas que brotaron hace unos días en el jardín, anunciando la llegada de la primavera y que, contra todo pronóstico, intentan sobreponerse a una tormenta que anoche las cubrió de nieve. Decido hacer una foto para retener esa imágen tan poética. Parece que el invierno aún no se quiere despedir. Me invade un escalofrío. Me siento desnuda, a pesar de las capas de ropa que llevo. ¿Será que me incomoda reconocer mi vulnerabilidad frente a esta pandemia?
Creo que lo que más me inquieta es reconocer la debilidad de los demás, de gente que quiero y que supuestamente está dentro del grupo de riesgo. Es la primera vez que me enfrento al miedo a la enfermedad y muerte de seres queridos. Pienso que no es casualidad que la cuarentena me encuentre en la casa de mis abuelos paternos, las primeras personas cercanas que vi partir. Estoy segura que desde el cielo movieron fichas para asegurarse de mantener a la familia unida una vez más y brindarnos la posibilidad de sentirnos cuidados por ellos, en un lugar tan suyo. Todo sigue tan intacto que el olor de la casa me transporta una y otra vez a mi infancia.
La cuarentena hace que pase por todas las emociones. Hay momentos de tristeza, de impotencia y de frustración. Aun así, siento un profundo agradecimiento. Elijo verla como un paréntesis sagrado. Saboreo cada momento. Me siento bendecida de estar en este entorno y en familia. Miro con otros ojos este rincón de España que fue testigo de mi paso de niña a adolescente y, más tarde, de adolescente a adulta. ¿Volverá a atestiguar otra transformación importante ahora?
Me parece curioso estar atravesando un momento de tanta introspección cuando afuera todo parece ir en el sentido opuesto. La primavera avanza sin escrúpulos y acumulo un torbellino de preguntas. Pero no me avalanzo a encontrar respuestas. Los cambios de estación me transmiten calma y esperanza. Intento aprender de los árboles, que llevan ya más de medio siglo condenados a la inmovilidad en este lugar y conocen mucho mejor que yo lo que es la resiliencia. ¡Seguro tienen tanta sabiduría para compartir! La huerta también se convierte en mi sostén. Penetro en ese mundo que se mueve y que está animado. Me aferro a la vida, me asombro con todo lo que me ayuda a conectar con sus ciclos.
Valoro momentos efímeros: el rayo del sol, el color y las formas de algunas flores que atraen todo tipo de insectos, la polinización minuciosa que atrae nueva vida, el ruido del arroyo que me arrulla como un bebé, mis pies mojados que sienten el flujo del agua, el movimiento que produce el viento en los prados, la abundancia de las setas que aparecen después de la lluvia, la corteza rugosa de algunos árboles...
También busco rodearme de animales. Como es primavera, hay muchas crías. Hay terneros que llaman a sus mamás, potrillos que corretean dando brincos y jugueteando entre sí. No tengo a la mía cerca, pero me siento contenida a la distancia. Ella es quién me enseñó a valorar el ritmo de la naturaleza, a entender que sus tiempos no son los nuestros. Abrazo esta nueva realidad que da vuelta mi rutina y que me obliga a aprender a soltar y a confiar.
La cuarentena suena a carcajadas de niños. Veo a mis hijos y a mi sobrina corriendo por el jardín, esquivando los chorros de agua del riego automático y me contagian su alegría. Admiro su inocencia, su capacidad de fluir sin dejar espacio a las preocupaciones de la mente. Siento que es una bendición para mi papá poder conocer mejor a sus nietos, y empaparse de su espontaneidad y de su juego. Siento que nos enseñan a estar con todo nuestro ser en el momento presente. Estoy a gusto sin la prisa, sin el ruido y sin las distracciones que me bombardean a diario y me alejan de la atención plena que puedo desarrollar ahora.
¿Será que la humanidad necesitaba este golpe de madurez? ¿Será que muchos queríamos un cambio? ¿Será que este revés es una oportunidad de expandir nuestra conciencia para vivir sin dar las cosas por sentado? ¿Será que necesitábamos salir de nuestra zona de confort para dejar atrás nuestro "modo automático" de hacer las cosas y cuestionarnos qué es lo realmente importante? ¿Será que por una vez todos a la vez estábamos llamados a dejar de guiarnos por la lógica y la razón y sentirnos más interpelados por la intuición y el corazón?
Decido invocar alas a través de la lectura y de la escritura. Estas herramientas siempre me ayudan a evadirme, venciendo el espacio en el que el destino me encierra, y acercándome a otras realidades. Creo que los libros llegan en el momento indicado. Siento curiosidad por Maurice Maeterlinck y su ensayo filosófico La inteligencia de las flores. Leo esta frase en el prólogo: "Ese mundo vegetal que vemos tan tranquilo, tan resignado, en que todo parece aceptación, silencio, obediencia, recogimiento, es por el contrario aquel en que la rebelión contra el destino es la más vehemente y la más obstinada." Vuelvo a recordar las flores cubiertas de nieve. "La flor da al hombre un prodigioso ejemplo de insumisión, de valor, de perseverancia y de ingeniosidad", asegura Maeterlinck. Así lo creo yo también: esos brotes silvestres me transmiten fuerza, ánimo, valentía. "También esto pasará...", repito como un mantra para mis adentros.
Paseos
Por Magui Casale
Ellos salen a pasear por las calles de su barrio. Ese que los vio crecer y por donde alguna vez lo recorrieron en cochecito, en triciclo o en monopatín. Por las calles repletas de árboles que sirven de refugio del sol y hasta de la lluvia de alguna tarde de primavera. Hoy salen todos juntos andando en sus bicicletas. Alguna prestada, alguna nueva. Alguna reparada o usada.
Algunos aprendieron a andar solos; algunos, de grandes; otros, a los golpes. Pero todos pueden compartir estos paseos como pequeñas grandes aventuras de cada día por esos mismos caminos que su papá recorría cuando era un niño. Hoy, este señor les enseña orgulloso cada rincón y curva peligrosa del trayecto que recorre empedrados, calles cortadas y rotondas desniveladas.
Cada mañana se escucha a alguno de los hermanos preguntando a qué hora se sale. Ya no pueden pasar un día sin ese paseo obligado, sin esa odisea. Entre reuniones de trabajo, Zooms de clases y tareas de la casa, todos buscan un rato para poder lograr ese ansiado momento. A veces son compartidos; otras, en tramos, pero lo importante es poder vivir ese momento juntos, ya sea caminando, en bici o corriendo. Cada día se buscan nuevas calles, nuevos caminos, nuevos mundos para abrir nuevas posibilidades de grandes aventuras. Cruzar un puente, visitar desde la vereda a alguien, cruzar avenidas y hasta andar por la calle, sin detenerse, aunque vengan los autos, porque ya son grandes y no hay que parar con uno que se acerca.
Estos paseos me llenan el alma. Porque los veo felices a cada uno, lejos de las pantallas y de las obligaciones de cada día. Porque cuando me subo a la bici y pedaleo y siento el aire en la cara, recuerdo la sencillez de la felicidad, la simpleza de la alegría familiar. Y también los recuerdos de ese verano que mi papá me enseñó a andar en bici, y de todos sus chistes que hoy les sigo transmitiendo con la ayuda de mi marido a mis hijos, para así ayudarlos a entender que en las cosas simples está lo más importante que nos regala la vida: el amor de familia.
Frenar. Y caminar
Por Pilu Serra
(Foto de Vero Menéndez)
Camina un poco y se detiene. Se da cuenta de que no tiene sentido caminar sin frenar. Que no se trata de una cosa o de la otra. Se trata de ambas. Simplemente tiene que saber reconocer hasta dónde. Y hasta cuándo. El conocido punto medio que viene trabajando, hace ya un tiempo, con su terapeuta.
Agachando su rostro, mira para abajo. Ver sus pies sobre la tierra es como una invitación a sentar cabeza; a darse cuenta de que hay que frenar; a que vea dónde está parado. Entonces, reflexiona. Se pregunta de dónde viene y hacia adónde va. Reconoce la importancia de las respuestas que se pronuncia a sí mismo y anhela nunca abandonar sus interrogantes. Son su cable a tierra. Se repite “de dónde vengo y adónde voy”.
Reconoce que hay algo en su espalda que le pesa. Pero aún así se mantiene erguido. Como lo ha hecho siempre. Antes solía hacerlo marchando, sin parar. Hoy lo sigue haciendo, pero frena. Permanece erguido. Pero, también siente y anhela.
Se dice a sí mismo, que es tan lindo mirar al cielo y divagar entre el lenguaje de las nubes, como mirar la tierra y enraizarse. Le gusta el intercambio, un poco del más allá y un poco del más acá.
Recuerda la frase “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Y concluye, de nuevo para él mismo, que para hacer camino, son igual de importantes andar y frenar.
Guarda para su fuero interno todo esto que piensa. Siente que todavía tiene que experimentar estas ideas de andar y frenar. Aunque encuentra en este momento algo de esa experiencia, comprende que debe darles tiempo, hacerlas hábito. Confía en que algún día podrá compartirlas y que no va a necesitar palabras. Bastará con mirarlo para reconocer el valor que para él tiene tanto andar como frenar.
Le da muchísima alegría haber frenado. Agradece ese peso en la espalda. No por el malestar que le causa, sino por haber logrado que se detuviera. Se acuerda de ese dicho que escuchaba de su abuela “no hay mal que por bien no venga”. Aunque sigue sin cerrarle del todo, hoy lo cree un poco más. Bienvenido sea ese mal en su cuerpo que lo invitó a mirar hacia adentro. A hacerse los interrogantes que mantienen viva su alma. A cambiar la mirada para peregrinar distinto. A renovar el aire y continuar.
Ahora, no solo siente ese peso que hace tiempo lo acompaña. También, siente la calidez de los rayos del sol dando en su espalda. Le gustan las combinaciones. Un poco de allá y un poco de acá. Preguntas y respuestas. Caminar y frenar. Pensar y sentir.
Volver a ver
Por Clara Gomiero
La música está en Aleatorio. Como las ideas en mi cabeza.
Estoy en casa, desde hace 8 meses, después de 3 años. Volviendo atrás, a vivir en el lugar que me ha escuchado llorar, gritar y callar. Volví a las mismas habitaciones, con una de sus cuatro paredes pintadas de un color, al baño con espacio, a la ducha que relaja. Al pasto, al silencio y a la luz natural.
Volví a vivir – y a intentar convivir - con mamá y papá. “Mi casa, mis reglas”. Eso todavía sigue igual.
Volví a escucharlos roncar cuando me acuesto tarde por juntarme a tomar un vino con mis amigas. Un vino que terminan siendo tres hasta las 4 de la mañana y con alguna que otra confesión disparatada.
Volví a tener que respirar profundo antes de abrir los ojos para evitar levantarme de mal humor por un portazo exageradamente innecesario de mi hermana, o un call inevitable de mi hermano más grande, con quien comparto pared.
Volví al olor a hogar, al olor de las comidas de mamá que, dicho sea de paso, después de todos estos meses observándola, no logro entender cómo hace con todo. Cómo puede con todo. Supongo que tiene que ver con ese súper poder que te da ser mamá; junto con el de encontrar las cosas en los placares que nadie más encuentra a pesar de buscar 15 minutos sin parar.
Volví a los malos chistes de papá, a nuestros encontronazos, pero también a hacerlo reír la mayor cantidad de veces que puedo, y reírme con él. El otro día fueron cinco solamente en el almuerzo. Volví, también, a sus asados de domingo y a sus “sábados de jardín”.
Volví a Tatá pasando religiosamente todos los días a saludar. Volví a cruzarme a Mamina caminando – y riendo por supuesto - en los días de sol.
Volví a mis perros. Y a la ropa con olor a limpio, ese que solo el viento y sol le pueden dar cuando salen del lavarropas. A la cama bien hecha y a las comidas largas, charladas.
Volví a mí. Y a todo lo que eso conlleva. Como un laberinto, me perdí en nuevos caminos en mi mente, y también paseé por otro tantos que ya me sé de memoria. Ese que va directo a lo oscuro. Y encontré un atajo para salir directo a la luz.
Volví a tener tiempo. A poder cerrar los ojos cuando me canso para descansar la mente. Volví a la guitarra y a escribir. Volví a poder tomarme unos mates mirando el pasto, y a buscar el rayo de sol que entra por la ventana a las 13.40, cuando termino de comer. Volví a la tranquilidad, a las veredas vacías y limpias. A las bocinas que indefectiblemente son de algún conocido y a responder a ellas con un saludo sin siquiera corroborar quién es.
Volví al hockey, al deporte al aire libre a las tres de la tarde; al color de primavera en septiembre y a ver las flores con su inmensa paciencia, cuando vuelven a brotar.
Es lindo haber vuelto. Y que haya sido así, sin aviso. Porque también es duro y quizás hubiera bastado una mínima una advertencia como para no hacerlo.
Todo es ambivalente, y creo que por eso no tengo una forma de definir lo que va del año más que con un “no lo sé”. Ver tiene también sus consecuencias negativas, no todo es color de rosa. Uno ve a los viejos más viejos, ve la monotonía de la rutina adulta, ve las peleas de hermanos y las desilusiones en los ojos de los hijos a quienes los padres, a pesar de todo, siguen sin entender. Uno ve que el lugar en que ha sido puesto en la familia quizás no es, al fin de cuentas, el que le corresponde. Uno ve el último intento que hace la hermana menor para que la mayor por fin la acepte cómo es. Uno ve las lágrimas retenidas en los ojos del nieto que el abuelo, sin que nadie sepa por qué, trata tan mal. Uno ve. Uno ve. Y aunque parezca que sufro, aprendí que ver es una fortuna, que no todos, desafortunadamente, podemos tener.
¿Para qué y por qué escribo?
Por Magda Basombrio
Escribo porque me encanta hacerlo. Me desahoga de toda emoción que me desborda. Cuando estoy feliz y cuando estoy triste, quiero poder volcar el caudal de sensaciones físicas y psíquicas que se me amontonan en el alma.
En mí, la pintura es una vía más lenta de expresión. Las ideas y las emociones decantan y salen. Con la escritura, en cambio, es como el dique de contención que me ayuda a aliviar presiones.
Muchas veces mi mente se embarulla con pensamientos que no puedo ver con claridad. Al volcarlo en un papel, con la birome o con el golpeteo de las teclas, me siento en calma, drenan los contenidos y buscan un orden, con el que aparecen las respuestas que hace días busqué sin encontrar y caen ideas que encontré sin buscar.
También con la escritura desinfecto esos comentarios dolorosos que dejaron alguna herida invisible, pero lacerante, que si no supura se infecta y enferma.
Las culpas no liberadas, y las disculpas no ofrecidas ven la luz y el camino más corto para resolverse. Las tristezas más húmedas, esas que con lágrimas corren la tinta, también en la escritura se alivian como con un cálido y apretado abrazo.
Encuentro poder en las letras para congelar momentos con sus imágenes instantáneas, con las expresiones, los olores, los gustos, las luces y el tacto; los volúmenes y las distintas dimensiones fluyen y pintan imágenes imaginadas, reales, añoradas. La realidad, los sueños, lo deseado y lo esperado, todo encuentra una forma de salir con la pintura deletreada.
La escritura también me sirve como caja de herramientas, sacando clavos con notas, reparando problemas con esquelas bien pensadas; argumentando razones con las tesis más elaboradas, restaurando relaciones con cartas enamoradas.
Pero por sobre todo, me sirve como escalera para subir al cielo, aún estando sentada en mi casa, y tener con calma, una charla cara a cara con Dios. Él me habla, yo lo escucho. Él me consuela y yo escribo. El me guía, me enseña, me corrige, y yo tomo nota en mi corazón, y en el papel, para volverlas a leer. Propósitos y visiones, respuestas y soluciones se guardan para más tarde, gracias a la escritura. Y sale una oración, una copla o una canción, en momentos de adoración, la Divina inspiración, me alcanzó otra Dimensión, un momento de Oración.
Finalmente es el balde que va al fondo del aljibe en busca de las aguas más profundas de mi alma, para limpiar, saciar y refrescar.
¿Y quién se niega a la oportunidad de tomar un buen vaso de agua fresca y cristalina? ¿Para qué escribo entonces? Para calmar la sed provocada por el grito interno que demanda expresión.
Rosario
Por Ana Inés Caride
Camina con sus pies cansados, llevando con orgullo en su espalda todo lo vivido durante estos 96 años. Con una mirada clara y profunda, donde siempre pudo ver lo bueno de las cosas, va derecha, va erguida. Es profunda como esos robles que ni un huracán los puede tirar porque tienen raíces enormes y sus brazos abrazan al cielo. Así es ella.
Le gusta escuchar más que hablar y siempre admiró a la gente que no le costaba hacerlo en público. Tiene un modo sencillo y de bondad, que invita a tenerle confianza.
Es la menor de siete hermanos, de una familia numerosa y muy unida. Con frecuencia cuenta todas las anécdotas que vivió cuando era chica, sus historias con caballos, sus perros y las miles de travesuras que hacían con sus hermanos y primos.
Tuvo muchos tragos amargos en su vida, pero gracias a su fe y a su entrega, los pudo aceptar y salir adelante.
Sus manos están siempre inquietas tejiendo millones de puntos. Santa clara, Jersey y ochos, decóupage o cualquier otra manualidad. Son las mismas manos sabias que las usa para curar y para consolar.
Su historia de familia se remonta a un noviazgo a la distancia y con cartas desde Bariloche a Buenos Aires (y viceversa) que tardaban bastante en llegar a destino, contándose todo lo que estaban viviendo. Después de muchos meses decidieron casarse y formar su linaje.
Vivió en Entre Ríos donde tuvo a algunos de sus 10 hijos y finalmente se instaló en San Antonio de Areco, hasta que los más grandes empezaron la facultad. Ahí decidió irse a Buenos Aires y su marido viajaría todas las semanas. Fue una decisión difícil de tomar, pero sin embargo fue valiente al hacerlo. Como siempre en su vida.
Erigió San Francisco de una manera que fuera un lugar de encuentro familiar y de amigos. Construyó una cocina grande para preparar sus delicias caseras, aprovechando todo lo que le daban la quinta y los frutales. Sus cuartos son enormes, fríos en invierno y frescos en verano, con postigos que invitan al sol de la mañana para que los vaya iluminando.
Pensó junto a su marido, un parque donde siempre lo invadieran los diferentes tonos de la naturaleza durante todos los momentos del año, regalándonos una inmensa paleta increíble de colores. Sembraron castaños, araucarias, ombúes, palos borrachos, fresnos y acacios que dan sus sombras en los días calurosos de enero, hortensias, violetas, rosas y malvones, jazmines y flores de azhares que con sus fragancias hacen una mezcla de aromas que te adormecen al sol.
Goza cuando la casa está colmada de gente, donde las fuentes nunca alcanzan y la mesa gigante está completa de gente y de unas picadas exquisitas (¡que solo los grandes pueden disfrutar!).
Es fanática de los Bon o Bon, de los helados, del jugo de naranja exprimido, y odia la leche y el yogur aunque a sus hijos siempre los obligó a comerlo porque decía que era bueno para los huesos.
Lo que más disfruta Nani, como la llaman sus nietos, es sentarse durante las tardes de verano a jugar a las cartas y tomar una cerveza bien fría. Y en el invierno, tener la chimenea prendida a todo vapor.
Su vista ya no es la misma. Ya cansada, se está despidiendo de tantos tejidos y de rompecabezas armados, pero aún tiene grabado en la retina todo lo visto y vivido durante toda su vida, siempre agradecida por todo lo que supo formar.
Ahora, en el ocaso de su vida, tiene una sabiduría admirable en algunas cosas. La vida le enseñó a valorar lo que tiene y a no a amargarse por lo que no se consiguió.
El pino de los deseos
Por Nani Boari
Estoy sumergida en un bosque de fantasía, parecido al de las historias de Caperucita o Hansel y Gretel que le cuento a Milo cada noche. Pero esta es mi propia versión, la del encierro e introspección. Me sorprenden los mismos animalitos: ardillas, conejos, mariposas, pero en el que es apto para niños no hay fantasmas. En el mío, sí. Esta adaptación de cuarentena incluye brujas y monstruos. Ah, pero también hay hadas. Una me tocó con una varita mágica y
me dijo: “Animate a hacer todo lo que te gusta que no pasa nada”. Perdón, no fui muy clara, no estoy en este bosque. En realidad es al que a veces me escapo, es mi rincón imaginario por el que transito varias veces al día. Me choco con juguetes y otras cosas que estarían catalogadas como “varias” por el piso: Legos, peluches, autitos, migas, témperas, pinceles, papeles, plastilina, marcadores, libros. “Dime qué tienes pegado en la suela de tus zapatos y te diré con quién pasás el encierro”. También hay una carpita; a veces, dos; y también 44 pelotitas de colores como indica la caja. Aparecen en el lavadero o en la bañadera. La caja es un engaño, yo creo que vinieron más.
Hay olor a scons o a galletitas dos veces por semana. Gritos y enojos sobre todo de 18 a 21 hs., en “El túnel del Infierno”, cuando hacemos un show familiar de comedia y drama espectacular. Podría convertirlo en negocio y que sea con entrada por Zoom.
Los dibujitos, aunque eran dosificados, un día se apagaron. Solo se volvió a prender la tele para seguir algunos partidos de fútbol; mi marido es periodista deportivo. Un ser amoroso, con paciencia infinita, que entiende que cuando desaparezco de la vista de ellos es porque necesito espacio en soledad. Hay “momentos tesoros”, como me gusta decirles, como abrazos sin apuro a las tres de la tarde, bailes improvisados en familia y me encantaría decir siestas
compartidas, pero no hay caso…
Quisiera estar más cerca de la naturaleza, disfrutar el silencio o solo escuchar el ruido del viento, pero los únicos árboles que veo son desde el balcón. Ese lugar que fue refugio los primeros meses de encierro y aún hoy, con un poco de frío, lo disfrutamos si hay sol. Es chico, pero no tanto; no es grande tampoco.
Tiene el tamaño que hoy necesitamos. Diría que es perfecto.
No tomo mate. A mi me gusta el café con leche, pero no con café instantáneo, eso me parece un insulto. De filtro, por favor, para mí. Tomar mate hubiera sido
más pintoresco para describir esta imagen. Pero cada mañana con mi taza en mano miro desde el balcón ese pino verde gigante que pareciera salir de alguna casa y le digo que esta primavera llene rápido de hojas y flores a sus amigos que aún están desnudos, y que nos haga ver rápido más colores en las calles, no solo los del arco iris que nos persigue desde marzo como lema de “que todo va a estar bien”.
Quiero colores en las calesitas y los juegos de las plazas, sábados con abuelos y primos con abrazos y sin censuras, cenas eternas con amigos y visitas cariñosas a los bebés que nacieron y aún no pudimos conocer.
No me lo esperaba
Hersilia D´Andrea
“Uno, dos, tres”. Martina cuenta con la frente apoyada sobre el tronco del viejo timbó, fiel testigo de tardes de escondidas. Nos desparramamos corriendo lo más rápido que nos dan las piernas. “Cuatro, cinco, seis…”¿Dónde me escondo? ¿Dónde me escondo? Pienso a más velocidad de lo que avanzo. “Siete, ocho, nueve…”. ¡Ahí! Me digo mirando un montículo de hojas bajo un pino. “¡Diez!” Salto, me agacho y mientras trato de ser invisible, me camuflo entre las ramas. Una vez quieta escucho mi corazón galopando a toda velocidad. ¡Tengo miedo de que me delate! Inspiro hondo, y siento que el olor de la humedad del otoño me emborracha. El corazón, más calmado, ahora trota. Mis ojos inquietos analizan el escondite. Me envuelve una sombra profunda a pesar de que el día está soleado y diáfano. Mi piel se eriza, presiente algo. Dejé de escuchar a Martina y su conteo. Solo hay silencio.
Trato de salir de ahí. No puedo. Una fuerza me detiene y me ancla en el lugar. Ahora el miedo me recorre todo el cuerpo. Quiero gritar, pero tampoco me sale la voz. Inspiro profundo, nuevamente, las veces que son necesarias para poder pensar más claro. Es un consejo de mi abuela, que tomo como recurso hacerle frente al pánico.
En medio de mi ejercicio de relajación me interrumpe un psst. Contengo todo mi ser y agudizo la mirada. Busco entre las ramas ese chistido que insiste en llamar mi atención. Otra vez, psst. Me pongo en cuclillas, insegura, desconfiando de mi imaginación, porque sé que a ella le encanta jugar conmigo. “Hey, acá, abajo de la piedra”, escucho. No, no lo estoy imaginando: hay alguien ahí.
Con mi confianza en declive, casi como un susurro, pregunto quiénesdóndeestáquéquiere, y temo la respuesta. Todo en una sola oración, más para mí, que para quien escuché que me hablaba.
Veo la piedra, pero no es ella la que me habla. Juntando el valor necesario para levantarla y averiguar qué se esconde debajo, pienso en guardarla para defenderme. Con un movimiento rápido, agarro la piedra y me pongo al resguardo con la mano levantada, pero armada. Me siento un poquito más poderosa. Pero solo un poquito.
No pasa nada. Lo único que veo es una bellota a medio abrir. “Uf, por suerte, esa cosa me estaba matando”, dice el pequeño fruto del roble. Me acerco sigilosamente. Mi cara de incredulidad me delata y ella toma la iniciativa en la conversación. “Gracias”, me dice. No puedo creer lo que veo. Una bellota a medio abrir ¡que me habla!
“Hace días que estoy tratando de salir y la tapa quedó trabada en la piedra, quedé agotada de empujar, estaba con mis últimas fuerzas”, continúa.
“Pero, ¿qué hace una bellota lejos del roble y debajo un pino”, quiero saber.
Y así, poniendo su mejor cara de solemnidad, empezó su relato: “Estaba yo muy oronda recién caída del árbol, orgullosa de estar madura. Fue casi como haber llegado a la universidad.
Había un sol radiante y los pájaros estaban, pareciera ser, más contentos que nunca. Por lo menos, así lo veía yo.
Estábamos de gran charla con mis amigas bellotas idealizando cómo sería nuestra nueva vida de “bellotas maduras”, riéndonos a carcajadas porque la más bromista, Bellotísima, había contado un chiste buenísimo.
Mientras yo lloraba de risa, veo que todas quedan inmóviles, con los ojos grandes y con caras de terror. Una fuerza poderosa me levantó y empecé a volar. Me alejaba del piso, casi no podía ver a mis amigas. Mientras iba tomando altura, todo se hacía chiquito a la vista.
El viento me golpeaba en la cara. Trataba de ver qué era lo que me transportaba, pero no podía. Iba agarrada por algo muy fuerte que no me dejaba mover. Hasta que ¡Zas! Aterrizaje forzoso.
Rodé por el piso rebotando como bellota que la tiran al piso, literal. Un poco magullada logré recuperarme, pero mi captor tenía otro plan. El cuervo me miró fijo. Yo lo miré maltrecha, pero desafiante. No me duró mucho: me agarró con su pico filoso y me cascó contra la piedra para abrirme. Por esas cosas del destino, quedé atorada ahí abajo. El oscuro pajarraco intentó de mil maneras sacarme hasta que se cansó y, frustrado, levantó vuelo.
Mientras estaba ahí atrapada, pensaba: Grandioso, no me pueden comer, pero tampoco puedo crecer. ¡No podía creer que mi vida de bellota madura iba a terminar ahí!
Indignada, empecé a buscar soluciones. Le pedí ayuda a una lombriz medio miope, pero no pudo encontrar la piedra. Pasó un elegante ratón, pero iba muy apurado. Me pareció que no quería ensuciar su flamante traje. Un bicho bolita se ofreció amablemente a sacarme, pero cada vez que hacía fuerza se hacía bolita. “
¡Hasta que apareciste vos! Ya nos ves: la bellota madura hablando con la niña escondida".
“¿Qué vas a hacer ahora?”, le pregunté mientras la levantaba suavemente.
¡Ya sé! Me anticipo antes de que conteste. La llevo conmigo mientras le cuento mi plan. Cerca de aquel pino hay una laguna donde me encanta ir a pescar. Le ofrezco que sea su nuevo hogar donde pueda desarrollarse como “bellota madura”. Acepta encantada y me dice lo feliz que se siente. Así es como nace nuestra pequeña amistad.
Desde aquellas escondidas y la bellota parlante, pasaron tres décadas. Sentada bajo la sombra de mi más fiel confidente y testigo imperturbable de mis amores y desamores. Hoy disfruto de nuestra madurez juntas. La vida nos llenó de cosas buenas. Nuestra amistad es una de esas.
Se trata de sanar
Por Soledad Lusardi
Cuando se acerca, se nota a la distancia. Parece que tuviera un cencerro en la gruesa cadena que lleva al cuello, con su cruz y medallas de plata chocando entre sí, provocando ese sonido metálico y rítmico tan particular. Al compás de sus pasos también suenan las notas de siempre. Esas que vibran sobre su pecho escondiendo un corazón grande y noble.
Cuenta que desde chico soñaba con ser médico. Quizás sus ojos color café lo despertaron temprano a la admiración de su abuelo materno, doctor muy querido, a quien podía observar seguido atendiendo a los pacientes que llegaban a su casa. Además del tono se percibe, en su mirada transparente, el reflejo fuerte de una pasión viva, que intenta sanar a la antigua. Porque sabe que curar es un arte que reúne una orquesta de instrumentos. Que hay un orden y una armonía propios impresos en la historia singular de quienes revisa y cuida.
Su vista porta un rasgo que no apareció de un minuto para el otro. La fatiga de horas, días y años de estudio y esfuerzo se fue enquistando gradualmente en sus pupilas. Incluso, mezclada con dosis de emociones infantiles enterradas, no elaboradas. No es de compartir a mansalva sus sentimientos más hondos, pero suele aclarar que lo emocional cansa mucho. Será esa la razón de su sentido del humor... Los cercanos no saben si lo prefieren cansado o desparramando su alegría con cosquillas y bromas conocidas. Eso sí: sus carcajadas agudas son muy contagiosas. No hay quién las resista.
Desde el colegio, le gusta hacer deporte. Prefiere el fútbol, pero disfruta mucho del tenis. Formó parte de varios equipos y siempre se transformaba cuando se ponía la camiseta. A partir de ese momento, comenzaba a desplegarse y complementarse con sus compañeros. Siempre supo que estando cerca del arco ayudaba a defenderlo más allá de un simple gol. Quienes se topaban con él y conocen la solidez de su cuerpo, lo comparaban con un muro. Su personalidad está fundada en la idea de una dignidad que debe ser ganada, luchada y demostrada con disciplina y exigencia. No es casual que nunca le alcance con lo aprendido. Siempre apuesta un poco más. En su ser buen hijo y estudiante en la escuela. Cuando iba a la facultad, se pasaba muchas horas sentado frente a los libros enormes de medicina. Del mismo modo, persiste hoy con cada uno de sus pacientes. En varias visitas le preguntaron si había nacido en el interior del país, porque no parece porteño. Él sonríe por dentro porque esa huella de doctor sensible y atento quedó marcada en su servicio de estudiante recién recibido, en misiones sanitarias en el norte de la Argentina. Y, con el nacimiento que le tocó asistir junto a otro amigo en medio del monte salteño, también brotó en él una forma propia de recibir y acompañar a sus pacientes. De entrada genera un vínculo de confianza que se liga a su costado profesional y al respeto inclaudicable por las personas que en él confían. Es su sello y lo sabe.
Hay algo más que avisa cuando él camina cerca. Es su perfume. En realidad , tiene varios, aunque usa los mismos desde hace años. Todas las mañanas, luego de afeitarse, se empapa de alguna fragancia. Quizás le sirva para animarse a empezar sus jornadas porque en muchas oportunidades se despierta cansado, como arrastrando algunas heridas y dolores cercanos. Las exigencias, frustraciones y preocupaciones resuenan en un eco que revelan sus ojeras. A veces es más simple curar a otros que hacerlo con uno mismo. Pero hace bastante emprendió este camino y, a fuerza de luchar y defenderse, se rindió al remedio de la verdad al reconocer su propia vulnerabilidad. Se volvió más humilde y se animó a sueños más grandes.
Cuando pudo ver y entender lo necesario, siguió ampliando su familia con la mujer que eligió desde la adolescencia como parte de un proyecto de vida compartido. Fundó un centro médico en el que deja mucha de su energía. Allí aprendió de traiciones, de frustraciones cotidianas y de desilusiones. Pero sabe reponerse y es tenaz. Se reconcilió con el trigo y la cizaña que se entreveran en la vida. Disfruta de la siembra y de la cosecha, y tiene una fe honda que lo impulsa más allá.
Es un líder exigente que intenta promover a su gente. Algunos encuentran en él gestos paternos y protectores. Otros piensan que pide mucho y que es duro en sus modales. Pero nadie comprende mejor que él la soledad de su rol ni los matices implicados en cada decisión. Hace algunos años le salieron sus primeras canas. Delatan edad, claro, pero también mucha energía entregada. Son varios los eventos adversos cuando uno opta por sanar cuerpos. Mucho más cuando, como él, busca sumar alivio a esas almas.
“Hay que ser, pero también parecer”, repite seguido. Se nota que, con sus 46 años, su ser más profundo picó el anzuelo de lo que refleja hacia afuera. Ninguna lucha interior por dominarse a uno mismo, a pesar de las esquirlas, cae en saco roto. Existe en este médico un “sanador herido” que demuestra que curando, uno mismo se va tratando.
Cuentas de nácar
Por Florencia Heine
Hoy es un día más en este invierno en Buenos Aires, donde vivo desde hace 18 años. En las ventanas se ven las gotitas de condensación, porque el frío que viene de afuera choca contra el calor del piso radiante. Nos mudamos hace dos años a esta casa reciclada con cimientos antiguos, pero reconstruida para habitarla en nuestro presente.
Como todos los días, bajo por estas escaleras de hierro. Los escalones son de material desplegado y me dejan ver hacia abajo. Estoy en un cajón de vidrio repartido y tengo la sensación de estar en un cubo de luz.
Estoy recién bañada, me pregunto cuándo me tomaré tiempo para secarme bien el pelo para que no se me humedezca el cuello. Me puse unos pantalones de entrecasa, que son abrigados. Antes de bajar me envuelvo en una manta de polar. Empiezo a disfrutar pensando que dentro de una semana voy a estar en el campo frente a la chimenea. Son mis primeras vacaciones de la facultad. Tantos cambios, tanta libertad…
Cuando llego a la planta baja, entro en el “jardín de invierno”, como le dice mi abuela. Nunca mejor puesto ese nombre. Es como un pasillo ancho, de piso blanco y negro, que me hace acordar a un tablero de damas. Está repleto de macetas y plantas de todos los tamaños, alturas y gamas de colores. En un rincón, está la mesa de mármol que nos viene acompañando durante años. Me acomodo para empezar a estudiar, como siempre y, de repente, escucho que mi abuela me llama.
Ella vive con nosotros desde hace muchísimos años. Después del accidente que tuvimos, cuando papá y yo nos quedamos solos, ella decidió quedarse a cuidarnos, sostenida por su gran vocación de servicio. Y cuando rearmamos nuestra familia, tampoco se fue. Hace unos días nos dijo que había decidido volver a su departamento de siempre, así que está empezando a recoger sus cosas.
Voy a su cuarto, convencida de que necesita ayuda para vaciar un cajón o armar una caja. Cuando entro me vuelvo a llenar de su olor a rosas. Ahí está, sentada en su cama, rodeada de recuerdos y de sus fotos que la acompañan. Desde sus padres y hermanos, hasta el último de sus nietos. En cada cajón de su cómoda tiene algún objeto con historia que la une a alguien en especial.
Cada vez que entro en ese mundo casi detenido en el tiempo le pido ver un rosario. Es de nácar, con cuentas grandes, gastadas de tanto uso. Tiene una cruz también grande, pero sencilla. Está en su familia desde que era chica. Cada vez que lo saca, sus ojos se llenan de lágrimas porque me vuelve a contar que dos mujeres muy importantes en su vida lo llevaron el día de sus casamientos, y que las dos murieron jóvenes. Una es su hermana, y la otra su nuera, mi mamá. Quizás su peso físico no sea tanto como el dolor que acarrea para ella, o el sentimiento de apego hacia mi mamá, que me lo devuelve a mí.
Lo pone en mis manos y me penetra con su mirada llena de cariño, profunda, y repleta de recuerdos que aún duelen. Sus ojos celestes, inolvidables, se funden con sus lágrimas, y sin palabras, me dice todo. Ahora es mío. Me está legando mucho más que una reliquia familiar. Prometo guardarlo, y lo más importante para ella, no usarlo el día de mi casamiento. En otras circunstancias lo hubiera tomado como un chiste, ninguna de las dos es supersticiosa, pero hay mucha pérdida detrás de ese rosario.
Este regalo representa para mí la historia que une a muchas mujeres de mi familia. Cada cuenta se une a la siguiente y juntas formamos esta cadena de amor y de pérdidas invalorables
Escribir para mí…
Tamara Zárate
Me puse a pensar qué fue lo que me motivó en estos dos meses en los cuales estoy haciendo el taller, a sentarme a escribir. En primera instancia, a tomar el salto de empezar, luego de crear y de compartir esas creaciones. A perder el miedo y dejar la vergüenza.
Me gusta mucho leer, pero cuando empecé a escribir descubrí cómo mi mano se fue soltando. Aprendí que cada historia es única, y que al contarla con mi voz iba a ser mi versión y que eso iba a estar bien. Escribir es una forma de romper con las estructuras de mi personalidad, de poder buscar y de mostrar con palabras los sentimientos.
Desde chica escribo textos cortos, cartas larguísimas, frases, declaraciones de amor, tarjetas de todo tipo o canciones. En un papel, en la computadora, en un cuaderno, en notas del celular, agarraba lo primero que tenía a mano, para que la idea no se me escapara. Fui recolectando palabras y bajándolas al papel. Fui despertando al corazón, tranquilizando la mente, para poder compartirlo conmigo misma y, en ocasiones, con otros. A veces a esos textos los dejo reposar un tiempo y vuelvo a ellos para recodar, para reafirmarlos, o simplemente para dejarlos ir.
Creo que la palabra se puede usar para transportarnos, para simular un abrazo, una caricia, un beso. Me gusta dejar que la imaginación vuele y luego acomodar esas ideas para que tengan sentido no solo para mí, sino que también para los que las reciban.
Quiero lograr que las personas que lean esas narraciones sientan, conozcan, vean, que vivan en ese mundo, como me sucede a mí con otros textos que leo. Que recuerden conmigo, que caminen junto a mí, que puedan volar tan alto como su imaginación se los permita, así como lo hice yo cuando lo escribí.
El regalo
Matías Taussig
Me despierto en la misma habitación en la que me despierto hace más de veinte años, un poco más sucia que ayer. La humedad ya se tragó todo el techo y la mayoría de las paredes. Las maderas del piso crujen tanto como mi estómago vacío. Una lámpara se para chueca en una esquina luchando, en vano, contra la oscuridad que gana terreno cada noche. La cama, ya sin colchón, espera su momento para quebrarse y echarme por el suelo algún día de estos. Me despierto triste, como hace más de veinte años...
Me pongo la camisa amarilla, que alguna vez fue blanca, me subo a la cintura los pantalones con los que dormí y salgo a la calle a buscar algo para comer. El día está gris. Veo mi cara reflejada en la vidriera de una zapatería y pienso que queda graciosa con dos zapatos como orejas de perro. Pero no me río, me olvidé de cómo se hacía. Sigo caminando y las baldosas se sienten frías en las plantas desnudas de mis pies. Un portero descuida por un momento la manguera con la que limpia su vereda; aprovecho y bebo tres sorbos cortos directo del chorro. No me entra más. Camino un par de cuadras tratando de llegar al tacho de basura que está cerca del boliche bailable. Me canso y tengo que parar. Me recuesto sobre una pared de mármol oscuro. Me hago uno con el edificio, soy parte de su arquitectura, soy una arista más en el paisaje de la ciudad. Cierro los ojos; mejor dicho, se me cierran. Escucho el despertar de los gorriones y, con él, el de cientos de personas que abren sus ventanas, prenden sus duchas y se lavan los dientes. Puedo oír a las madres despertar con cariño a sus hijos, a los esposos besar a sus mujeres en la frente. Empiezo a mezclar la realidad con recuerdos que parecen de otra vida. Tal vez lo sean, no podría afirmarlo. Ya pasaron más de veinte años. Mis ojos intentan llorar... Lo harían, pero ya no tienen más lágrimas que derramar. El olor del café me llena el estómago de ilusión. Puedo sentir su sabor en la boca, su calor pasando por mi garganta y abrazarme el cuerpo. De repente me dan náuseas. Mis vísceras olvidaron lo que es ingerir algo caliente. Ya no sabrían cómo reaccionar al calor de una comida.
No puedo abrir los ojos. Es extraño, mis brazos no son más que huesos, pero pesan como si fueran de yeso. La camisa amarilla me aplasta el pecho como si estuviera hecha de plomo. Me estoy quedando dormido. Sueño que el sol me besa la cara. Sueño que alguien se detiene a mi lado. Abro los ojos y lo veo, sentado frente a mi. Feliz cumpleaños. Su voz es suave como el sol y cálida como el café. Vine a darte tu regalo. Sus manos están vacías, pero su mirada está llena de recuerdos, que siento que son los míos. Puedo ver toda mi historia en sus pupilas. Y en mis ojos, el alivio del llanto sale calmo pero abundante. Siento las lágrimas limpiar mi cara, mis brazos y mis piernas. Siento que se meten en mi pecho y me limpian el corazón, lo lavan de todos sus dolores y lo enjugan suavemente. Lloro… Tranquilo y sin apuro. Le agradezco por el regalo. Sonríe y habla. Este no es tu regalo. Levantate, tu familia te espera. Me paro y respiro hondo para cortar el llanto y para sentir cómo la vida vuelve a entrar en mi cuerpo. Me lleno el alma, abro los ojos y expiro...
Notas de la laguna
Por Guadalupe Pereyra Iraola
Estoy parada cerca de la orilla. Se puede sentir ese olor característico que no es ni rico, ni feo, pero es bien propio de estos ambientes encharcados. León, mi perro salchicha de pelo duro, me acompaña. Últimamente está muy cerca mío. Ahora que logro llegar más cerca me mira como diciendo, ¿y ahora qué? Siempre me saca una sonrisa. Es tan, pero tan feo, que eso lo hace lindo.
Nunca me pierde el paso y se queda pegadito y eso me gusta. Me siento entre los los pastos llorones, tratando de no hacer ruido, y ellos crujen en una queja. Están incómodos y molestos. Tengo puesta una campera negra que hace ruido cada vez que me muevo. Eso me incomoda y me molesta a mi.
Arriba de la laguna pasan las torres de alta tensión. Son inmensas estructuras translúcidas y metálicas que chocan con el paisaje. El viento parece divertirse con los cables. Es como si tocase las cuerdas de una guitarra: cuanto más fuerte la ráfaga, más fuerte suenan. A las que no pareciera importarles nada de esto es a las cotorras que, a pesar de la banda sonora, armaron sus nidos enormes ahí arriba. Parado en una de las patas de las torres, un grupo de caranchos está patrullando la zona. Para mi son los lores del campo, tan elegantes con sus patas y picos combinados y esas plumas en la cabeza con corte militar. Los teros se escuchan de lejos, infaltables e histéricos. Siempre gritando, defendiendo su territorio. No descansan ni de noche. Hoy no escucho ni un chajá, están muy silenciosos.
Estos días la laguna está bastante seca comparada con lo que es cuando llueve mucho. Pero, aun así, sigue siendo el hogar de un millón de pajaritos laguneros como tacuaritas, garzas y cigüeñas. También me encuentro con las nutrias, que se esconden entre los juncos y totoras. Cada vez que se zambullen en el agua se puede ver y escuchar el rastro de la estela que van dejando detrás mientras nadan. Sobre la orilla de enfrente la tierra está removida. Se ve que este lugar recibe muchos visitantes que buscan agua y cosas para comer. Deben haber sido chanchos…
Me distrae una fuerte ráfaga de viento que me despeina y hace que las hojas de mi cuaderno se desordenen y hagan bastante "batifondo". Una picardía. Habíamos logrado camuflarnos bastante. Las nutrias que estaban en la orilla corrieron al agua, al igual que los patos barcinos, los overos y las gallaretas. Todos se vieron interrumpidos en sus ocupaciones y corrieron a fugarse despavoridos, chapoteando y golpeando sus patas anchas y sus alas contra el agua helada.
Pasados unos minutos, volvió la calma propia del lugar. Me quedé mirándolos con cierta melancolía. ¡Estaban tan cerca! Ahora los veo más de lejos aunque puedo disfrutar de sus cantos trompetosos y desordenados. Puedo distinguir cómo se llaman y se responden, cómo se pelean y se acompañan. Me hace gracia cómo sacuden nerviosos sus colas mientras nadan. Y es notable con qué habilidad desaparecen de la superficie para cazar una mojarrita.
De lejos se escucha un tractor, conversaciones intangibles de un grupo de contratistas que están terminando de levantar el campamento. León no parece darse cuenta, sigue atento con su mirada contemplando esa calma que transmite el agua, sobre todo cuando está quieta y hace de espejo del cielo.
Cuando me fui me encontré con Don Juan, como le dicen mis hijas a los zorros, que pasaba por el camino con un trotecito rítmico y despreocupado y una gran sonrisa mirando de un lado al otro. León ni se percató, y así fue como el zorro se perdió en el horizonte y yo me volví a mi casa.
El galpón de mi infancia
Por Julieta Wolcan
En el sueño una nena corría descalza, en penumbras, bajo la lluvia. Iba envuelta en un camisón blanco que parecía improvisado. Unos pocos metros más allá, había una luz encendida. Desde allí, alguien la custodiaba. Ella sabía que ese alguien la cuidaba, que ella era libre y que la lluvia la mojaba. Corría descalza y sus pies se embarraban.
Esa nena bien podría haber sido yo. No sé hace cuántos años. Algunos recuerdos de mi infancia no los siento afectados por el paso del tiempo. Los tengo ahí, cerquita del alma. De vez en cuando los saco, les vuelvo a dar forma, los humedezco y los guardo para volver a sacarlos cuando me hacen falta.
Podría haber sido yo de chica, cuando bailaba descalza sobre un piso de cemento del galpón de mi tía; mientras la lluvia caía afuera y el piso raspaba, pero no dolía. También podría haber sido yo pisando el barro de su jardín, con ropa improvisada y un paraguas que había encontrado en aquel mismo galpón, donde siempre tuve la sensación de que se escondían cosas mágicas…
“Dejen la puerta abierta, por si acaso”, nos decía esa tía, a mi hermana y a mi. Mi hermana… Fiel compañera de aventuras en ese galpón modesto con jardín. Sabíamos, ella y yo, que éramos libres aunque esa señora con voz fuerte que formaba parte de nuestra familia, aún sin serlo, nos custodiara, disimuladamente, un poco más atrás de aquella puerta de color negro que daba a la cocina, donde ella pisaba con ganas ese puré de papas con sabor a infancia. Estoy segura de que hasta los caracoles que reclutábamos para correr carreras se sentían libres en ese galpón.
Allí transcurrían los días. Entre rayuelas dibujadas con tizas de todos los colores y baños que se tomaban en fuentones con agua calentita a última hora del día. Con la ilusión de volver a la tarde siguiente y de reencontrarnos con esa atmósfera tan especial que para nosotras, era todo.
Tengo la sensación de que inevitablemente crecimos. Y de que las cartas de la vida nos pusieron a todos en lugares diferentes. Me veo a mí misma, ahora, a unos pocos metros de la puerta con la luz encendida. Custodiando, por si acaso.
Sigo frecuentando el mismo sueño cada vez que aplaudo en silencio un nuevo agujero en la rodilla del pantalón de alguno de mis hijos, mientras me muerdo los labios para no reírme ante su carita de preocupación. Y vuelvo a emocionarme cuando alguno de ellos contempla la lluvia por la ventana y me lo hace saber, con esos modos tan tiernos que sensibilizan. También vuelvo a embarrarme cuando, al bañarlos, el agua de la bañera se tiñe de negro después de largas corridas en el parque. ¡Eso sí que es motivo de festejo!
Sé que ellos también van a crecer. Y que la vida va a volver a mezclar sus cartas, repartiendo para cada uno lugares diferentes. Pero pienso que si hoy puedo enseñarles a correr descalzos sin que les duela, si puedo ayudarlos a encontrar el modo de capturar la lluvia, si pueden embarrarse sin culpa, si la ropa rota no es un problema, entonces, quizás, logre averiguar el secreto que había escondido en aquel galpón.
Qué será, será...
Por Dolores Azumendi
Aprovechando este ¨temporal¨, que fue quien finalmente nos hizo estar realmente encerrados por días enteros, le sugerí a P. comer un día a la luz de las velas. Quería crear el ambiente de una salida romántica para salir un poco de la rutina. Comimos unas machas a la parmessana con vino blanco. Nos acompañaban la luz tenue que venía del living, y dos velas puestas en compoteras. Abra cadabra, pata de cabra . Con simpleza y en pijama, habíamos creado un momento mágico.
Fue en la mística de esa noche, donde recordamos a un trabajador que vivió durante cuarenta años en el campo de la familia de P. Se llamaba Juan Domingo Albornoz. Le decían Juan, o Perón. Tuve la suerte de conocerlo cuando viví ahí y pasé a ser su ¨reina madre¨, como me dijo un primo de la familia. El primer encuentro con este señor fue sin preámbulos, sin trompetas, alfombras rojas ni luces de show. Como son las coincidencias con esas personas que aparecen en nuestras vidas para darnos un mensaje. A veces lo vemos, a veces no. A veces queda encriptado para ser revelado más adelante. Es como una antorcha tímida, que queda encendida para alumbrarnos cuando el camino se oscurece.
Juan (o Perón) se fue de su casa a los nueve años y emprendió un camino por la vida que lo llevó de lugar en lugar sin anclarse a nada ni a nadie. Como un velero que navega sin rumbo y tan sólo un tripulante, sin prisa y sin miedo, este hombre quedó abandonado en los caprichos de un mar que siempre lo llevó a algún puerto. Fue así como un buen día los vientos lo acercaron al Haras Don Yayo, lugar donde finalmente decidió anclarse para siempre este incansable marinero.
Era un hombre bueno, noble. No tenía ni una pizca de maldad. De hecho era siempre blanco de alguna broma del resto de los trabajadores. Eso sí, para nada amigo del agua y del jabón, cosa que le reclamábamos, pero que a él le entraba por un oído, y le salía por el otro. Era inocente como un niño, pero con los deseos desordenados de un adolescente. Era tan parte del lugar como el imponente monte de eucaliptos. No tenía cosas. Quizás más un par de anteojos, pero no mucho más. Su preocupación era tener comida en la heladera y pago el Direct TV. Por ser el único trabajador que vivía en el campo, tenía la tarea de guardar el padrillo en su box. Todas las tardes trazaba religiosamente el mismo camino. De tanto ir y venir, su huella quedó marcada en ese camino angosto y sin pasto, que atraviesa parte del extenso jardín. Terminada su labor, si me encontraba a mi en su regreso, lo invitaba con un café y madalenas. Era lo mejor que le podía pasar en el día. Nos sentábamos en la galería de casa, en las sillas mecedoras de madera verde inglés y hablábamos.
(…)
Esas charlas simples con Juan, en las cuales no hablábamos de nada trascendental, me devolvían al presente. Él no lo sabía pero yo, de momentos, envidiaba a ese hombre despojado, sin ataduras, y que nunca jamás en su vida se había preocupado por lo que pasaría al día siguiente. Vivía el momento, sin siquiera proponérselo. No lo había aprendido en ninguna charla motivadora ni se lo había enseñado ningún gurú. Era parte de su esencia. Por las circunstancias en las que me había tocado crecer y que moldearon mi entonces persona, me resultaba asombrosa su forma de ser. Me podrán objetar que ¨bueno, todo muy lindo, pero no tenia familia¨. Es verdad. Pero nosotros, toda la familia del campo, nos habíamos convertido en eso que a él le faltaba. Así que sí. Resulta que Juan tenía una familia. Y eso era algo de lo que él estaba sumamente agradecido. A sus ojos, que es lo que realmente importaba, él lo tenía todo.
Pasaron muchos años, muchas cosas. Alegrías, tristezas, niños, mudanzas, sorpresas. Pasó la vida misma, que me enseñó en éstos últimos años, infinidad de lecciones. Como si hubiera sido una prueba de fuego para ver qué tan buena alumna puedo ser, un viejo rencor de una herida aún abierta me vino a visitar en estos días. También llegó la preocupación para atormentarme con sus escenarios ficticios. Pero esa charla en pijama y a la luz de las velas, tan simple como lo era Juan, reavivó la antorcha que este hombre encendió con su presencia en aquellos años. Necesitaba iluminar mejor el mensaje y memorizarlo.
Recordé que a veces me tengo que dejar llevar. Que tengo que saber elegir qué equipaje seguir cargando y cuál dejar ir. Que preocuparme por lo que aún no pasó, no hace más que ocuparme lugar en la mente y mirar con ojos extraños, la alegría. Que no me puedo comparar con nadie, porque todo llega cuando tiene que llegar y se va de la misma manera. Que todo tiene un sentido. Con compromiso, con consciencia, quiero fluir como el agua y tomar la forma que se me va presentando. Todo cambia constantemente y nunca conocemos realmente el verdadero plan. ¨Que será, será…¨.
Alicia
Por Cecilia Padulo
Cada domingo, desde temprano, ella comenzaba con su ceremonia de unión familiar. A fuego lento, la pava a mitad de mechero y el mate de aliado acompañaban al ritual.
Cebolla, morrón, el infaltable extracto de tomate (que aún busco con ojos de niña en cada supermercado para que nunca falte), los tomates maduros previamente pasados por agua caliente para quitar su cáscara, y así comenzaba a prepararse la salsa. En aquella olla gigante -o eso veía yo-, que acompañaría a la familia numerosa que formaste con un promedio de catorce comensales, tus manos hacían su magia. Ay, tus manos… Bellas y de dedos afinados, tan suaves y preciosas como vos.
El agua empezaba a hervir a eso de las nueve de la mañana y desde entonces las burbujas hacían de las suyas, a fuego mínimo, hasta el mediodía. Era tu marca registrada. Esa salsa a la que ninguno podía resistirse al pasar por la bolsa de pan, ubicada en un estante con rueditas a la izquierda de la heladera, en un hueco junto al hogar. Cortar un pedacito, o dos, o tres y sumergirlo en la olla para deleitarse… ¡Eso sí que era una poción mágica! Todos sabíamos que nos veías, aunque te hicieras la distraída. Era un bello juego al que, cómplice, siempre accedías.
Un pedazo de Portugal cada domingo. Portugal en vos y en mí.
Persigo este aroma aún hoy, a punto de cumplir 41 y muchos años después de haberla olido, comido y saboreado. Así como persigo tu voz dulce cuentacuentos, con miedo a no volver a recordarla un día de estos. El aroma y la ceremonia siguen intactos, nada cambió. Esta comunión tan tuya y mía te devuelve a la vida cuando replico tu salsa.
De esta forma y de tantas otras que descubro con alegría, me olvido por un momento de tu injusta y temprana partida. Me olvido de tus 24 horas perdida en Europa sin poder recordar tu nombre; de aquel avión que te trajo de urgencia de vuelta a la Argentina, de ese tumor en la cabeza del que supiste y callaste, como callamos tantas otras cosas. Me olvido, entre tanto aroma a salsa, de los días de hospital y de tu rápida partida.
Y cuando esto sucede, cuando logro encontrarte en ese espacio en blanco que tu ausencia le diagrama a mi soledad, me acuno en tus brazos calentitos y me dejo llevar. Vuelvo a ser niña. Vuelvo a Portugal. A tus ojos color miel que amo. A tu pueblo pequeño. A las Gotitas de amor que escondías en el placard y me entregabas como una ofrenda cada vez que me veías.
Mi mente se proyecta a esa postal. Entrar a la cocina iluminada por el ventanal, los malvones al sol en el cantero y los panaderos flotando en el aire; y verte hermosa, con ese delantal y el matecito. Con tu bondad sin fecha de vencimiento. Como la manera de hacer tu salsa, que era la misma manera que tenías de amar.
Te extraño. Hubiera deseado poder compartir cada alegría y cada dolor que he vivido desde que te fuiste. Eras dedicación, paciencia, amor del más puro. ¿Cómo no seguir trayendo ese recuerdo cada vez que prendo el fuego, pongo la pava y abro el último cajón para sacar el delantal? Mi bella abuela Alicia, siempre en mí.
El plato que es retrato
El plato que es retrato
Por Juan Pablo Seré
Mi abuela es una señora flaquita, ni alta ni baja y se llama Tishy. Es el prototipo de abuela que todos quisieran tener. Parece sacada de una película o un libro. Tiene todas las cosas que cuando pienso en la palabra “abuela” me vienen a la mente: la piel suave y arrugada que siempre me gustó abrazar, el pelo cortito y siempre bien vestida. Malas palabras, ni de chiste.
Educada como ninguna, se sienta derechita, conoce todas las reglas de la mesa, es ordenada hasta la medula y malcriadora de sus nietos. Sonríe y te sentís querido. Se le ponen los ojos húmedos cuando habla de alguno de nosotros, da la vida por mi abuelo y es generosa como nadie en la tierra.
Otra de sus grandes características es que es una mujer de tradiciones, y generó que eso siempre fuera algo importante para nuestra gran familia. Si hay algo que voy a guardar cerca de mi corazón son las navidades en su casa. El arbolito entre los sillones del living, los stockings con los nombres de cada uno colgados en los clavos arriba de la chimenea donde está el mejor pesebre que conozco, las ramas de casuarina en el medio de la mesa del comedor entrelazadas con las velas navideñas en el medio. Las otras velas en el mueble de al lado de la mesa, las cintas verdes y rojas alrededor de los candelabros, el mantel con dibujitos, las ensaladeras de cristal y mi abuelo bendiciendo la mesa con la oración del padre Tomas después de la misa. Al día siguiente, los infaltables crackers y el plum pudding. Una Navidad a lo Disney: falta la nieve y estamos en una película.
Hasta ahora dije poco acerca de su comida, pero porque es de lo más importante y quería dedicarle algunos párrafos exclusivos. Porque cada cosa que ella cocina pareciera tener un cartel en mayúscula que dice: “HECHO POR TISHY”. Más que el plato, debería decir los platos, y los dueños que se sientan detrás de cada uno. Obviamente, en el mío siempre me sirvo un buen pedazo del pavo. Lo mejor es que me toque con mucha costra, bien crocante y, si tengo suerte, viene con panceta (sí, como se lee, al pavo lo cocina envuelto en panceta). Las papas al horno no las dejo de lado ni loco. Bien saladitas y condimentadas como toda su comida. A nada le falta gusto. Hay diez mil ensaladas para elegir, pero la que más me gusta es la de zanahoria y manzana verde. Creo que la hacía su mama, como al pavo y a todas las tradiciones que dije antes. Son cosas tan ella. Desde que tengo memoria comemos lo mismo en cada Navidad. Ese pavo envuelto en panceta lo espero todo el año y sé que no va a faltar porque es parte de Tishy.
El plum pudding, bien inglés como ella, me parece horrible, pero el 25 de diciembre no seria el mismo si después de comer Tishy no entrara a la casa y lo prendiera fuego rodeada de los 16 (dentro de poco, 17) nietos, que tenemos entre 1 y 22 años. No sé qué tiene pero a todos nos sigue hipnotizando ese postre desagradable. Lo que pasa con esa torta que cuando se apaga es un bulto marrón medio violetoso, es que dice familia, dice ruido, dice primos, dice abuelos. Dice conversaciones a los gritos de una punta de la mesa a la otra, dice risas y sonrisas. Y en especial, dice Tishy y toda la historia que ese nombre trae, con todas sus tradiciones, y todas las cosas que creó. Como esta gran familia que llena mi corazón y me enorgullece cada día.
Mi plato, con la zanahoria, la manzana, el pavo con gusto fuerte y las papas al horno, y el plum pudding de postre son como ver un retrato de mi abuela. El olor, los colores, todo grita familia, tradición, historia, amor. Todo grita Tishy.
Mi amiga Soledad
Por Mariuqui Magrane
¡Buen día, Soledad! ¿Cómo estás? Ya hace cinco años que me levanto y me acuesto con vos. Me siento en una montaña rusa de emociones en tu compañía.
Tenemos grandes momentos juntas. Te acepto así, como sos. Siento tu sombra, pero no te tengo miedo. ¿Será porque no me siento sola? El cielo me acompaña.
Me encanta tomar el desayuno juntas, en pijama, con el rico olor a café, que me anima. Gozo de mi linda cocina, mirando por la ventana, veo los cambios de colores del liquidámbar. Mi querido y alegre jardín que ha quedado algo abandonado desde mi viudez… ¿Será por tu culpa, mi querida soledad? Hoy, mi desayuno no es como el de un hotel cinco estrellas, pero todavía disfruto de quedarme en casa sin tener que salir corriendo a llevar hijos al colegio. Agradecida a Dios. Preparo un mate, para que nos acompañe durante la mañana.
Nos gusta escuchar música juntas, te comparto mis proyectos, mis miedos y mis alegrías. A veces sos genial y creativa; otras, algo abrumadora.
Tu mala fama te acompaña en todos los ambientes y conversaciones. Mis amigas que son viudas te tienen terror. Algunas hasta se han comprado un perro para evitarte.
Cuando me llevo bien conmigo misma, sos mi mejor amiga. Cuando no lo logro, te convertís casi en mi enemiga. Qué cortos son los días y las noches cuando acepto mi realidad solitaria, cuando me adapto a ella y logro tener actitud positiva.
Me lleno de excusas para no salir a caminar contigo. Mi barrio es lindo para recorrerlo y trotar un poco. Está lleno de árboles y de empedrados grises que, los días de lluvia, salen geniales en las fotos.
Mi querida amiga, la soledad, camina hace años conmigo. Desde chiquita fue mi compañera de colegio por ser pupila: sólo volvía a casa los domingos. Más grande, de novia con Miguel, cuando viajaba mucho a Paraguay. Casada, también viajaba mucho. Recuerdo ver atardeceres divinos en Luján y lunas llenas sola…
En esta cuarentena has perdido importancia, Soledad. Estoy acompañada por mis hijos, sus charlas, sus ruidos, su música, y la cocina entre varios.
Van pasando los meses en esta engañadora cuarentena, querida amiga Soledad, y tu silencio me hace ruido. Compartimos tantas realidades… También, bailamos, cantamos, escribimos, tejemos, jardineamos, nos conectamos con gente.
Melodía propia
Belu Blanco Pinto
Las personas tienen su propia melodía y los años me han ayudado a reconocer la suya. Esa mañana me detuve antes de abrir la puerta y escuché: sabía que era él. El tintineo de la cadena contra su pecho, el paso sólido y fuerte, el suave silbido que lleva siempre entre sus dientes. Cerré los ojos e imaginé: sí, ahí estaba él. Enumeré todas las acciones que lo he visto hacer y sonreí al reconocer los ruidos que confirmaban su proceder: el agua entrando en la pava, cerrar la canilla, prender la hornalla. Caminar buscando su taza y luego su té. Cortar el pan, prender otra hornalla otra vez y esperar. Sus movimientos son mecánicos. Con el paso de los años se tomó el trabajo de enseñarle a su cuerpo cómo debía andar.
Él es un hombre de silencios y de rituales. En el silencio habita; se mueve, patea, llora y camina. En los rituales se expresa; las cosas son de un modo, y no de otro. Pareciera que la vida le fue contando sus recetas y él quisiera seguirlas al pie de la letra.
Recuerdo que ese día entré y decidí observarlo un poco más. Pensé en la ironía de la vida, que lo dotó de un cuerpo musculoso y robusto y, a su vez, de una enorme sensibilidad. Toda su dureza se corresponde con su ternura y bondad; detrás de cada grito, intuyo un niño que busca cariño.
A veces guerrea consigo mismo. Lo sé, lo puedo ver. Escucho sus debates internos y su indecisión. A veces, también puedo percibir su desesperación. Quisiera acompañarlo y aliviarlo. Tocarlo y darle respiro; decirle “tranquilo, todavía no lo ves, pero todo va a estar bien.” En estos momentos dudo de sus silencios. ¿Los disfruta? ¿O son producto de un esfuerzo por permanecer callado? Creo, entonces, que es un hombre en búsqueda, recorriendo el pedregoso camino que nos permite reconocer y habilitar nuestra voz.
La vida enseña y la experiencia también. Es por eso que aprendí a ver en él a una persona que requiere de expertos que lo sepan leer. No todo lo que dice y hace es lo que es; muchas veces, sucede al revés. Necesita lectores piadosos y pacientes que sepan reconocer el tono de su voz antes que las palabras que pronuncia; las tristezas que lo agobian, antes que los enojos que lo agotan; y los pedidos innombrados, antes que los reclamos gritados.
Los años lo aprecian y lo han acompañado. No quieren irse sin dejarle su huella. Arrugan su piel y debilitan su pelo, marcan sus manos y endurecen sus movimientos. Sin embargo, ellos aún no han podido tocar su chispa y si lo hicieron, simplemente la potenciaron. La misma permanece viva, muy dentro de él, latiendo y empujando. Ella se muestra en sus risas y en sus chistes, en la energía que transmite. Esa chipa es su destello, sus intereses y sus gestos constantes hacia la gente que quiere.
Y que quiere, quiere. Quiere tanto que duele. El amor es quien pone en duda sus silencios y sus rituales. Ya no resulta tan fácil escaparse y esconderse en la monotonía de su funcionamiento. Las personas que quiere lo confrontan y lo mueven. Supera sus propios límites y con el tiempo y la lectura adecuada, les permitirá conocer esa fuente de amor que emana, desde lo mas profundo de sí. Ternura y sensibilidad ahora encausadas y reveladas.
Breve relato de un dolor escondido
Por Valeria Berciano
Mientras organizaba con detalle los almuerzos del domingo, mi abuela me contaba historias familiares del pasado. Recortaba una parte, la sostenía en sus labios, mientras prolijamente puntualizaba y se detenía en gestos, sonidos, colores. Aunque la historia fuese terrible, la censura era un concepto desconocido en sus relatos.
Qué osada la vida, pensaba yo. En tanto, la voz de la abuela sonaba de fondo, un fragmento del pasado que, envuelto en partículas teletransportables, puede viajar en el tiempo, atravesar el espacio y situarse ahí, entre nosotras, en medio de la harina y el agua caliente, que esperan ser mezclados para formar los ñoquis.
Como en el comienzo de una película, la secuencia de arranque imprime los nombres de los personajes y, entre ellos, al actor principal, un joven apuesto, cálido y tímido, que vive con su familia en Italia.
Guiado por una mirada curiosa, que hospeda en sus grandes ojos verdes, atrapa bichos de colores extraños y los guarda en frasquitos mientras corre a mostrarle a sus amigos. No tanto los animalitos coloridos, sino la habilidad y agudeza que caracteriza su don conquistador.
La abuela agregaba que, tal vez, armando estas escenas, evitaba la vergüenza que le daba mostrarse si hablaba de sus capacidades o de sus temores, ya que la timidez también era una excusa para ocultar la sensación de preocupación que había percibido en sus padres desde hacía tiempo. Le costaba mucho hablar y expresar lo que sentía, por eso había desarrollado otras habilidades como la mirada o la calidez en sus gestos. Incluso, sus silencios.
Pasaba el día con amigos. Era una rutina en su vida. Investigaban secretos del lugar en donde habían nacido y crecido, buscaban piedras, flores, hojas o caminos poco transitados, hasta que el sol comenzaba a caer indicando que era la hora de regresar a su casa. El trayecto de vuelta era con el pecho inflado, como si hubiera ganado una batalla, con la satisfacción de que había sido un gran día.
Su nombre era Manuel y recorría las calles del barrio suspirando libertad, recogiendo trocitos de su niñez que van quedando en ciertos rincones de su pueblo; visitando nuevas zonas en búsqueda de sorpresas, para anudar a su historia en los primeros años de adolescente.
Las palabras de la abuela se van hacia 1890. La economía estaba cada día más difícil de sostener. Sus padres no sabían cómo resolver lo que su país no podía darles, y la urgencia por encontrar una salida tomó forma de una pregunta que no tardó demasiado en hallar su respuesta.
Manuel, sin saber lo que pasaba, salió de su casa para encontrarse con sus amigos, pero comenzó a sentir algo de dificultad para suspirar la libertad que otras veces lo había envuelto en regocijo. Su mirada curiosa no encontró nada que pudiera atrapar aquel día, y al encontrarse con ellos sintió que se le escapaba una parte de lo que, con tanto esfuerzo y dedicación, había estado construyendo, pero no podia explicarlo. En ese momento, en un suspiro que ni siquiera pudo fluir, un dolor se instaló ahí, en medio de su pecho, ese que tantas veces se había inflado con la sensación de felicidad.
Asustado, regresó a su casa, y mientras iba llegando se tropezó con objetos esparcidos en la hierba, pedazos de muebles, retazos de telas, adornos de cocina. Observó todo con la curiosidad de siempre pero, a diferencia de otras veces, ese día se encendió una alarma de tristeza profunda.
¿Por qué los objetos que tenían un lugar, un espacio reservado único en la casa ya no lo tenían? Preguntó con esfuerzo, casi sabiendo que lo que les estaba sucediendo a esos objetos también tenía que ver con él. “Nos vamos a la Argentina, Manuel”, dijo acotadamente la madre, intentando no demostrar su dificultad para respirar.
Mi abuela también intentaba ocultar la angustia echándole la culpa a la cebolla del tuco, mientras cuenta que los bolsos ya estaban listos cuando Manuel llegó, que no había tiempo para despedirse de nadie. Y que en aquella época no se le avisaba a los hijos sobre las desiciones de los adultos.
Manuel sintió que los pedacitos de la historia que venía juntando se volaban y quedaban desparramados como los objetos de la casa en la hierba. Destrozado, se tiró al piso y suplicó, en silencio, que algún Dios lo sacara de esa pesadilla, mientras abrazaba a su tierra, despidiéndose, aceptando la decisión que acababan de tomar por él, sin objeciones. Se guardó su orgullo como guardaba en el frasquito los bichos de colores y les regaló a sus padres, con gesto de valentía, la mentira de mostrarse a gusto con aquella decisión tan dolorosa para él. Escondió tímidamente su ira, camufló su miedo y tomó la mano de sus padres, para no causarles más dolor del que sus ojos habían descubierto desde hacía tiempo .
De repente, una lágrima que aguerrida busca escaparse por mi ojo, se detiene por el ruido de la puerta. Llegó alguien. La abuela ya casi terminaba los ñoquis y el tuco, cuando entró su padre a la cocina, el invitado de honor ese día. La abraza con una sonrisa; luego hace lo mismo conmigo, mientras sus ojos curiosos investigan qué hay para almorzar. La abuela lo conciente y le da un pan mojado en su especialidad mientras nos sentamos a la mesa.
En ese momento la de los ojos curiosos soy yo, que se preguntan si mi bisabuelo Manuel sabía que el pasado tenía la capacidad de atravesar el tiempo, desarmarse en pedazos y reconstruirse en otra tierra.
Me pregunto si las pastas que preparó la abuela ese domingo serán para él un viaje por el sentido del gusto, por las costumbres del lugar que lo vio nacer. Me pregunto si mi abuela heredó el valor de los pequeños detalles, porque aprendió lo que el dolor grabó en la historia de su papá.
Me pregunto muchas cosas mientras mis ojos curiosos se chocan con los ojos curiosos de Manuel, que me miran y que luego miran a la abuela, y una sonrisa de su parte, responde todas preguntas: “Él sabía que había hecho lo correcto”.
De osos teddys y rocanroles
Por Sofi Crespo
Pienso en todo lo que quiero hacer, hago la mitad, me esperan 8 horas de trabajo, que no me gusta.
Escucho los dibujitos prendidos en Google Nest. ¿Por qué siguen haciendo eso si les dije que no?, pienso para adentro y me enojo. Respiro profundo. Bajo, lo miro a la cara, y le digo que suba. Él ya sabe que no debería estar haciendo lo que de hecho ya está haciendo.
Es la persona que revoluciono mi mundo de libertad. Es dulce y sensible como pocos. Hay veces que le gana esa sensibilidad. Aprendió tanto en los últimos dos años que me sorprendo de solo pensarlo.
No le gusta ponerse lindo porque dice que la gente lo mira. Le gusta mucho su pijama entero de dinosaurio porque sigue teniendo ese bebé adentro, que sabe que puede dejar expresar en casa, con mamá y papá, para que nadie se ría de él. Me gusta que confíe en eso. En que en casa puede ser como quiera.
Los últimos días estuvo hablando como bebé. Más que nada en situaciones en que lo siento un poco incómodo. Voy a leer un poco para ver de qué se trata este modo.
Le gustan los masajes en los pies. Su abuela le enseñó esa maña. Y cuando los pide es porque está cansado. Cansado de verdad.
Para dormir tiene a su oso Tedy. Con él se siente seguro. Todas las noches lo acomoda en su almohada y cuando lo tapo, se ocupa de que le quede la cara afuera. No sea cosa que se ahogue...
Le encanta decir malas palabras, le encanta la música tranquila y el rock and roll. Es amiguero. De pocos amigos más bien, pero le encanta estar con ellos. Este último tiempo me viene diciendo que extraña un monton a sus amigos de Argentina. Debo confesar que me parte el corazón.
¿Y hasta qué punto no me identifico yo con ese niño? Hay tanto de él en mi y tanto de mí en él. Ojalá él logre la mejor combinación. No la más perfecta sino la más comoda para su corazón.
Le cedo la libertad que me robó el día que nació. Se la regalo. Yo ya no la quiero. La extrañé durante muchos años, pero ya no la quiero.
Un puñado de amor
(pinterest)
Por Javiera Marín
Son las 10 de la mañana de un sábado cualquiera en la cocina de mi mamá. En la olla burdeo gruesa marca Tefal, una de sus favoritas, prepara salsa de tomates. El olor dulce se mezcla con la del quemador de al lado donde unos damascos partidos están prontos a convertirse en mermelada. De pronto aparece ella con el pelo a medio peinar en su camisa de dormir estilo maternal, sus zapatos bajos españoles color cámel y un chaleco blanco y viejo en la espalda. En una mano lleva un kilo de azúcar y en la otra las llaves de “la bóveda”, como nombró a la despensa por las marabuntas de mis hermanos.
Cuando me ve entrar me pide ayuda para ordenar el caos que dejó atrás suyo, al mismo tiempo que pone en remojo las lechugas y guarda los platos limpios. “Ya mamá, pero una a la vez”, le respondo. “Ya”, asiente con voz de niña chica mimada, pero feliz porque encontró dos manos que le ayudaran.
“¿Qué quiere de almuerzo mi chica?”, me pregunta. Pienso unos segundos y ya sé la respuesta. Siempre serán dos de sus obras maestras que, paradójicamente, son las más simples. “¡Guiso de verduras y leche asada!”, respondió la otra niña chica que apareció en esa cocina. “Uhhh, pero gorda, tan fácil”, responde ella, que quizás se preparaba para algo más complejo.
Entonces me manda a prender el horno, a pelar las papas y a partir el zapallo amarillo. Mientras tanto, ella sofríe en aceite de oliva la cebolla, el morrón y el ajo bien troceados. Cuando está listo le agrega el agua, junto con las papas partidas por la mitad, el zapallo en cubos, los porotos verdes, una pizca de sal, otro de pimienta negra molida y otro de comino. Olla tapada y a fuego medio.
En un bowl y bajo su orientación bato con un tenedor un litro de leche entera, cuatro huevos, un chorro de vainilla y tres cuartos de una taza de azúcar. Luego preparo el caramelo en un sartén. Media taza de azúcar hasta que se disuelva completamente y aparezca ese olor a algodón. Vierto el líquido café en un pyrex no muy grande y con la cuchara llego a todas las esquinas. Finalmente le agrego la mezcla de leche y lo pongo en el horno caliente hasta que se dore.
Solo pasan unos pocos minutos y la cocina de la casa de barro de doña Carmen se mezcla de olores diferentes. Olores cálidos, olores dulces, olores salados. Es ahí donde la jefa de este hogar revuelve cada día y sin una pizca de precisión su personalidad afanosa, su niñez en el campo rodeada de hortalizas con un buen puñado de amor, otro de carácter y otro de humor.
Después de media hora abro la tapa de la olla y con cuchara en mano pruebo esa pócima mágica. Voy de a poco para no quemarme y siento ese sabor que levanta el ánimo y abraza fuerte. Entonces no es suficiente y voy por un cucharón grande y me sirvo de todo lo que encuentro en ese menjunje reparador color terracota.
Mientras el zapallo perfectamente cocido se deshace como crema en la boca, parto la papa con la cuchara sin que se desarme y mastico agradecimiento y amor eterno a la tierra y todo lo bueno que hay en ella. Los porotos verdes, que para mí son la clave en esta mezcla divina de sabores y texturas, le dan ese toque fresco, verde y distinto. ¡Y la sopa! Con un leve picor por la pimienta y medio espesa, en cada cucharada abriga un poco más el alma y regula la temperatura. Entonces voy por otro, porque nunca es suficiente con un plato de guiso de verduras.
Cuando el ombligo empieza a asomarse es tiempo de rematar con la leche asada cuajada a la perfección. Café por arriba, color crema por dentro. Dulce, pero con el toque justo de caramelo medio pasado, que en cada bocado pinta una sonrisa más grande en la cara y me lleva a pensar que no hay otro recuerdo más delicioso que esa cocina fundida en olores que dan abrazos grandes y cariñosos de mamá.
El río
(Foto de Vero Menéndez)
Por Soledad Rodríguez Simón
Cuando estaban casi a punto de llegar, el más grande levantó su cabeza y la vio. Su expresión cambió al instante. Le dio un codazo a su hermano menor, a quien se lo veía muy concentrado mirando cómo se desplazaban sus pies descalzos y cubiertos de barro, hasta que levantó la cabeza y se encontró con el rostro de su madre, furiosa.
Ninguno de los se animaba a mirarla a los ojos. Y eso la enojaba más aún. Quería gritarles, zamarrearlos, sacudirlos para que se dieran cuenta de que lo que habían hecho no estaba bien pero sentía tanta bronca e impotencia que no le salían las palabras de la boca.
Sólo pudo preguntar: “¿Dónde estaban?”. Pero ninguno respondió.
El más chiquito miró a su hermano, esperando que él tomara la iniciativa. Pero su hermano no emitió sonido aunque se atrevió a mirar a su madre a los ojos. No podía contarle dónde habían estado, como tampoco había podido decirle que desde que se habían mudado a ese nuevo pueblo no había un solo día en que los otros chicos no se metían con ellos. Que a su hermano lo burlaban, lo empujaban y hasta lo escupían y qué el intentó defenderlo pero que no pudo. Y que ahora a él también lo burlaban y todos en el lo sabían. Tampoco podía decirle que odiaba ir al colegio, que extrañaba a sus amigos de antes y que acá no tenía ninguno. Eran sólo su hermano y él. Y no podían contarle a ella lo que estaba pasando porque no lo iba a entender.
En vez de decirle todo esto se quedó callado y la miró desafiante. Al final, ella tenía un poco la culpa de todo lo que estaba pasando. “No van a entrar hasta que no me digan dónde estuvieron. No pueden desaparecer así, sin decirme adonde van.” Ella se escuchaba decir estas palabras con un tono firme, pero por dentro se sentía desesperada. No sabía cómo hablarles, cómo hacerles entender que ella los quería y que estaba preocupada porque no sabía si les había pasado algo. Y que tenía mucho miedo de que algo malo les pudiera llegar a pasar. Pero era incapaz de expresarlo y eso la hacía sentir muy lejos de ellos.
Ninguno de los dos pensaba contarle adónde habían ido. Ni que habían estado en el río y que se habían encontrado con los mismos chicos malos de siempre. Y que cuando los vieron llegar los rodearon. Que el más grande sintió mucho miedo por él y por su hermano. No le pensaban contar que después vinieron los empujones, las burlas, las risas. Les dijeron que eran débiles y cobardes. Hasta que él se plantó y les dijo que no, que no eran todo eso.
“A que no se animan a meterse al río porque son unos cobardes...”, les había dicho el más grandote y el líder del grupo.
No podían contarle todo eso a su mamá.
El río estaba todo empantanado, verde y con musgo. Era peligroso quizás, pero a él no le importó. Se sacó la ropa y su hermano lo siguió. Y se metieron al río. Estaba frío, congelado, pero lo aguantaron. No sabían lo que hacían, pero sabían que era lo correcto. Era difícil caminar, las piedras del fondo estaban resbaladizas y la corriente empujaba fuerte. Para no caerse, el más grande agarró una rama grande y los dos se aferraron. De esa forma y caminando sostenidos del árbol lograron llegar triunfantes al medio. Después de todo, no eran cobardes.
El más grande miró a la orilla del río y se sintió valiente, pero el grupo ya se había ido. Se escuchaban las risas alejarse. Miró a su hermano que estaba aferrado a la rama, sosteniéndose firmemente. Se sentía orgulloso de los dos. Iban a estar bien. Y no eran ningunos cobardes.
La madre seguía parada esperando una respuesta que nunca llegó. Su cara de enojo se transformó en angustia. Ellos vieron su cara transformándose, sintieron su pena, su miedo y antes de que se le cayera la primera lágrima el más grande respondió rápidamente:
“Estábamos jugando. Perdón, mamá, estamos bien”, y la abrazó. Después lo hizo el menor. Ella se arrodilló, se dejó abrazar por sus hijos y se permitió llorar.
“Los quiero mucho”.
Chimenea adentro
Por Maggie Echagüe
Aunque parece que no tengo voz, hoy me toca hablar a mi. Nadie se da cuenta, pero estoy ardiendo. Por dentro. Me estoy quemando de la manera más artística que alguien puede hacerlo. Todo lo que soy se quema. Me tiraron madera y troncos y los dos se consumieron. En otros lugares tengo cenizas. Siento que me estoy prendiendo fuego en casi todas partes. Por momentos me mantengo tibia. Las llamas son parte de mí. Y este ardor se hizo costumbre.
No me malinterpreten, yo no creo que mi forma de arder sea artística. De hecho, mis quemaduras me duelen. Pero ustedes me miran. No paran de hacerlo. Con admiración. Me siento en un museo, y si fuera una pintura, no tendría nada qué envidiarles a las obras de Picasso.
Pero no soy más que eso. Tengo una forma parecida a la de un cubo, pero de gran tamaño. Me falta un lado. No me siento incompleta. O sí. Por momentos, sí. Algunas veces me falta algo. Como si me hubieran construido a medias. Se olvidaron de una pared, se quedaron sin ladrillos. Me gusta pensar que los usaron para algo más. Para construir algún refugio, algo necesario. Y si pienso eso, quizás así, me siento útil y no tan incompleta.
¿Mi color? Simple. Color ladrillo. De eso estoy hecha: de ladrillos. Solo que con el paso del tiempo se convirtieron en un gris mas oscuro. Incluso en algunas partes, mi color llegó a ser negro. Nunca dejé que me definiera. Mi color solo es parte de mi apariencia. Y la apariencia no importa ¿no? Bueno, al menos eso dicen ustedes.
Desde acá elijo mirar al frente. Y gracias a esa parte incompleta, esa pared que nunca se construyó, los veo. Ahí están. Hay dos sillones en forma de ele, una mesita ratona llena de cosas. A lo lejos una mesa más grande con sillas alrededor. Una barra con botellas. Un cuadro colgado en la pared. Un ventanal gigante que da a un jardín. Dos sillitas de madera alrededor de la mesa ratona.
Eso veo siempre. Nada cambia. No hay movimiento. De repente, alguna que otra vez, aparecen ustedes. Se sientan en el sillón. La mayoría de las veces están con un aparatito en sus manos, inmersos en él. Pero otras veces, veo otra cosa.
Los veo, viéndome. Así es. Yo los veo y ustedes me ven. No se dan cuenta de que los estoy mirando. Tengo tanto para decir de sus miradas... Todavía no descubro qué les pasa conmigo. Pero cuando estoy me estoy prendiendo fuego, me miran. No es una mirada cualquiera. Me contemplan. No les voy a mentir: me gusta que me miren así. ¿A quién no le gusta sentirse contemplado?
Y aunque en esos momentos esté ardiendo, hago fuerzas para que las llamas ardan aún más. Para que el ruido que sale de mi interior y mis colores no se apaguen. Me siguen mirando. Yo dejo que lo hagan porque capaz así, cuando ustedes me miran, me olvido de que me estoy quemando.
Cuando pasa el invierno, los troncos no aparecen encima mío y no hay fuego que arda, ni cenizas que me decoren. Ustedes desaparecen. No me miran, ni me nombran. Casi ni siquiera usan esta parte de la casa. Y pienso, qué raros que son... Sólo están conmigo cuando ardo por dentro. Solo así se acercan con sus manos y me miran con aprecio. Solo así, me llenan de sus troncos, y aunque éstos ardan, al menos yo, gracias a su mirada, recupero mi existencia.
En concierto
Por Carola Marfort
Sacudo toda la información.
Vacío todo ese polvillo que me invade cada mañana.
Esa ansiedad por devorar atolondrada todo el día que está por venir.
Suave, sin prisa y lentamente voy a comenzar un mágico despertar.
En pausa van a quedar las ilusiones, fantasías, y toda esa energía matutina, para darle lugar al
desayuno.
Música interior, suave y melodiosa.
La luz del día es quien me despierta. Me gusta dormir con las persianas abiertas y encontrar la sorpresa de un nuevo día con la claridad que va trayendo el sol.
Los pájaros, mis grandes aliados, cantan cerca, por miedo a que la luz no me haya despabilado. Hoy, ya entrado el otoño, van emigrando lentamente aunque siempre queda algún Chingolito para darme un afectuoso saludo en el alfeizar de mi ventana.
Luego de un amoroso buenos días, palabra mágica si las hay, me dirijo a la cocina.
Momento de silencio familiar donde pueden intensificarse e identificarse cada sonido de la naturaleza. Darles de comer a Felipa y a Shaka ya es algo habitual con saltos y ladridos de alegría.
Mientras abro el grifo de la canilla y lleno la pava de agua, veo a través de la ventana, que se asoma entre la figura recortada de un Cotoneaster, el sol, que va saliendo, y me va calentando, cobijando, saludando, junto al Zorzal. Los dos se reúnen cada mañana para darme la bienvenida y mostrarme un nuevo día.
Y como en un concierto, cada instrumento del desayuno vine trayendo su don:
Las naranjas, su perfumado y fresco aroma van dando colorido a la bandeja blanca que lentamente junto a las mermeladas, van llenado de tonos y sabores. El tintineo de las tazas y las cucharas colaboran con las notas necesarias para ir armando esta melodía. Mientras persigo con mis oídos al zorzal, voy tostando los panes en sus diferentes versiones, blancos para vos, negros para mí, creando esa tensión tan mágica para esta composición.
El aroma a café ya puede sentirse. Va invadiendo todos los ambientes por los que voy pasando con la bandeja llena, hasta llegar nuevamente a nuestro cuarto, a nuestra cama, donde vamos a disfrutar del desayuno, de una charla y de mucha calma antes de que comience a sonar en mí otra música interior; esta vez, con otra intensidad. Ya no puedo frenar la energía.
Esta vez es jazz.
Ver a través de mi
Por Pilar Simmermacher
Te observo detenidamente cada mañana. Entre las 6.00 y las 7.00, te veo venir, con paso acelerado. Tenés la cabeza descansada, lo veo en tus ojeras. Pero tus neuronas dan mil quinientas vueltas porque ya el día arrancó para vos. Tus manos ásperas se animan a levantar la cortina. El sol entra tímidamente. Te quedás mirando a través mío, como si el tiempo se detuviera por un instante. Tenés el ceño fruncido, gesto que me sorprende. Pero tu cara se transforma rápidamente y una sonrisa se dibuja en tu rostro. Como si ese pajarito que se posó en mi regazo te saludara. Y suspirás. Imaginás que toda la naturaleza te invita a continuar. Te hace entrar en razón. Tenés cosas para hacer y el tiempo corre.
La parte que más me gusta es verte disfrutar de la tranquilidad de esas horas. Mate listo y tostadas con manteca en el plato son tus fieles compañeros todas las mañanas. Desde que arrancó la cuarentena llegué a conocer cada detalle de tu posición. Antes solías sentarte dándome la espalda. Y cada tanto te dabas vuelta para observar eso que tanto te maravillaba: el árbol amarillo que el vecino había plantado sabiamente. Pero un día le diste tu lugar a ese hombre que desde entonces lo veo más seguido. Y ahí fuiste a parar, enfrente de mi. Bendito día, ese. Con papeles desplegados por toda la mesa lograste armar tu centro de comando. Tu lugar de trabajo. Por momentos estás inmersa en ese aparato color blanco, moviendo tus dedos de arriba hacia abajo, de derecha a izquierda. Con una velocidad que asusta. Para mi hoy es música. Escucho ese sonido y te siento cerca. De a ratos ese toc toc se detiene, y miras a través de mi. Te volvés a perder en ese horizonte otoñal único. Me pregunto qué pasará por tu cabeza. Tus cejas flaquean, tus labios se amigan, tus mejillas se ruborizan y comenzas a sonreír más. Te relajás.
El día continua. Van apareciendo cabecitas blancas, amarillas, alguna pelada, y otra de pelo ondulado. Tu mundo laboral se frena automáticamente. Nada te detiene para abrazar fuertemente a esos pequeños que se dejan caer en tu pecho. Besos y más besos. Tu flamante escritorio los traslada a desayunar en la mesa ratona del living, junto al fueguito. Ellos ya lo saben, pero todos los días sus caras se iluminan cuando se los repetís. Como si la magia de su película favorita estuviera haciendo efecto en su mundo. Sus recuerdos de esta pandemia van a ser los mejores. Como aquellas vacaciones que uno no olvida jamás. Y vos sos la protagonista, la que lo hace posible. El poder de una madre. Gracias por dejarme inundar por esa imagen.
A partir de esas horas, vas y venís. Te dejás llevar por el llamado desde el cuarto de las mujeres. No dudás ni un instante. Suspiro de por medio, corrés a modo de juego. Como los caciques juegan con sus indiecitos. Libres. Se escuchan risas y también algún sonido más triste. Seguramente sea de esa pequeña a la que ustedes llaman Popi. Una muñeca tierna y sensible que con 5 años intenta controlar sus emociones. Pero que a veces no puede sola. Y se escucha tu voz suave que trata de acompañarla.
Aparece ese hombre alto, ya cambiado, con dos de las pequeñas subidas encima. Sus caras de alegría y felicidad no reflejan la tristeza y la soledad que se escucha en las noticias. Pero al que más me divierte observar desde mi privilegiado lugar es a ese pequeño baterista de 9 años. De ojos claros y pelo corto, tiene la facilidad de pasar del enojo a la alegría en un abrir y cerrar de ojos. Es el mayor de tres mujeres, pero tiene un corazón de oro que le permite jugar con ellas a pesar de la diferencia de edad.Las entretiene y les organiza expediciones. Y esas tres princesas lo siguen sin pestañar, con la seguridad que les trasmite.
Cerca de la hora del almuerzo, te acercás y me abrís suavemente dejándome ahogar por esos olores que salen de esa olla a punto de hervir. Aprovechás los días aun cálidos que el sol te regala y que, gracias a mí, te permiten sentir. Me siento orgullosa de ser esa conexión entre tus sentidos y el mundo exterior. A través de mi cuerpo, permito que tus ojos traspasen y absorban esa imagen. A través de mis brazos, al abrirse, te dejo respirar ese aire fresco que invade tu cocina como un huracán. Y a través de mi silencio, logro que tus emociones salgan a la luz y se empapen de aquel árbol de hojas amarillas que te permite vivir.
Gin Tonic y Shot
Por Lucila Diez
Salvo por el Gin Tonic me animo a afirmar que podría vivir en un mundo en el que el limón no exista. Soy de esas personas para las cuales comer una milanesa sin el jugo de ese cítrico, no es sinónimo de pecar. Mi territorio es el de los dulces. Sin embargo, la vida es así, no sabe ser sin la acidez del limón.
Hay momentos, temporadas en mi vida en las que la realidad parece ser más liviana, casi etérea. Todo fluye y la armonía puebla todos o casi todos los rincones de mi alma. Son días dulces. Esos días, si bien son pocos, los hay, existen y me hacen sentir completa. Sin embargo, la completud no existe, así me lo ha enseñado el Psicoanálisis. La vida también tiene otros momentos, otras temporadas en los que andar pesa, duele. La realidad cruje por todos lados a punto de romperse y mi alma anda por los rincones buscando esa armonía que solía habitarla.
Me encuentro en uno de esos momentos en que la tristeza me tiene tomada y como tengo aprendido que tanto ella como la angustia suelen venderme por dos monedas, ya no me esfuerzo, no trato de ocultarlo, no finjo ni peleo. Me entrego a ella en la tranquilidad de saber con certeza que tengo el antídoto que, tarde o temprano, logra sacarme de ese pozo oscuro, y me devuelve a la vida: mis amigas, algunas de ellas.
Me decido y manoteo mi celular, logro tomar un buen sorbo de la voz de mi amiga, hablamos, me escucha. Le suelto mi tristeza, me devuelve su cariño. Al rato me llama: “Tengo algo para dejarte, paso por el consultorio”. Pienso que tal vez me tenía que devolver algo, entonces entro y lo veo. Enfrente mío, en una caja de cartón, el milagro de la amistad. Que alguien se atreva a decir que los milagros no vienen en caja de cartón. Que alguien se anime a contradecirme cuando digo que una caja llena de limones y un Shot, es un tesoro en el que se esconde mucho más que eso. Ya no siento la mano de la tristeza que aprieta mi garganta sin dejarme respirar. Ahora, en cambio, siento esa liberación que produce el llanto cuando brota. Me agacho, me acerco y veo en el fondo los años compartidos con los que supimos tejer esto que hoy nos une y arma lazo. Ese punto, ni muy fuerte ni muy laxo, en el cual nos sabemos sostener y hacemos familia allí donde esta nos haga falta.
Esto que hoy nos permite conocer y anticipar, el momento justo en el que es preciso dar el manotazo y atajar, abrir los brazos y cobijar. Ese vínculo que se fue gestando paso a paso y mano a mano, que nos hace capaces de comprender que la vida, como la amistad, es ancha, enorme y a la vez puede entrar en una caja, como en ella caben un par de limones y un Shot.
(Pinterest)
El descanso del guerrero
Por Floppy Magrane
Café en mano, tostada y lo que fuera que hubiera para poner sobre ella. Lo untable dependía de la variable económico familiar. Podía ser el dulce de frutillas más rico del mundo. O también el más barato del Súper. Otras veces era miel de algún campo que le regalaban a papá. Hubo épocas de algún queso que papá de una fábrica de lácteos. También, manteca, que se derretía medio ligero en el pan caliente. Pero más allá de lo que fuéramos a untar en la tostada, ese momento de olor a casa, a descanso, a compartida, valía esta reflexión.
Familia grande, léase, muchas bocas masticando tostadas, alimento ruidoso si los hay. Muchas mujeres conversadoras, y otras no tanto. Preguntas, respuestas, conversaciones en paralelo, peleas, risas y silencios. Abundaban anécdotas del día escolar, las preguntas filosóficas de temas que se hubieran conversado en el colegio, alguna historia del pool y una mamá dispuesta a escuchar ese caos. Siempre disponible.
Así como era de intenso el ruido a tostadas, ese tiempo era fugaz y una recarga de pilas. Levantábamos lo que habíamos usado y salíamos corriendo a la actividad que seguía: inglés, tareas, algún trabajito para ganarse unos mangos. Si querías un uno a uno con mamá te quedabas ahí, con cara de distraído y así lograbas, quizás, con otra tostada y un café, esa escucha que ayudaba a aclarar tu días con el consejo idóneo. O escucharte a vos mismo mientras lo contabas.
Pasó el tiempo y ese fuego quedó tan marcado en mí que, muy a conciencia, intenté replicar esa situación cotidiana de bienvenida y de disponibilidad. Esa sensación de que valía la pena irse para poder volver. Que era muy bueno dejar lo mejor de uno, para regresar al palenque. Gastar el día con todas las letras.
Años después, con el mate incorporado en mi cotidianeidad, aquella misma escena se recrea en mi hogar. Mi casa en Pehuajó, en el campito, y ahora en La Horqueta. Sea en la cocina, en el jardín, con horizonte o sin él. He corrido mucho para llegar en tiempo y forma a buscar y recibir a mis hijos. Busco recetas de budines varios, todas exquisitas. Y hago tostadas de mil formas y texturas. Fruta cortada y yogures caseros se dan rienda suelta en mi mesa de bienvenida. Sin tanta conversación superpuesta. Con muchas anécdotas futbolísticas e historias de patios y recreos. Con preguntas como: “¿Qué aprendiste hoy? ¿Con quién jugaste? O contame algo lindo del día. Sucede el descanso del guerrero en esta familia.
El rostro de la cuarentena
(Por Graciana Ciambrone)
Esa mañana se levantó como cualquier otra. Se desperezó, aún sin abrir los ojos, mientras mentalmente elegía la ropa que se iba a poner. Despacio, fue dejando que la luz entrara para poder mirar el reloj y se permitió esos cinco minutos más que parecían hacer una diferencia.
Lentamente, logró salir de la cama y caminó hasta el baño. Con la mínima luz necesaria, se lavó los dientes, y después la cara varias veces. Hizo su rodete con poco estilo y, para no romper con la rutina, terminó con la crema facial.
Como pocas veces antes, levantó la vista y ahí estaba su rostro reflejado en el espejo. Se quedó quieta durante algunos segundos. Tal vez fueran minutos. Solamente observando. Como si nunca antes se hubiera visto. Como si no se conociera, o como si se conociera poco. Aunque en realidad ella y su cara habían crecido juntas. Cada arruga, cada lunar, cada pequeña marca era parte de su historia, a la que le había prestado, a veces, mucha atención. Otras, menos.
Esa mañana fue diferente. Reconoció sus cejas anchas, sus ojos verdes, a veces grises. Como los de su abuelo, siempre le habían dicho. Su nariz pequeña y sus prominentes cachetes, que le recordaron cuánto le molestaba de chica que la saludaran con un apretón en cada uno. Llegó a la boca y le causó gracia. Repetidamente las personas le decían que la cerrara y, por algún motivo, ella había aprendido a respirar por allí. Así que la boca la mantenía abierta y dejaba entrever las dos paletas grandes que ocupan un lugar importante en cualquier foto.
Recorrió esa anatomía un rato hasta que el reloj empezó a apurarla. Sabía que ni ella ni nadie que la cruzara verían su rostro así. Su cara ahora se limitaría a mostrar sus ojos y a un barbijo celeste que ocultaría todo lo que fuera desde las ojeras hacia abajo. Pensó que aunque seguía siendo ella muchos, sólo podrían conocer su mirada. Otros, los que ya la conocían, imaginarían qué ocultaba debajo de aquel barbijo. Pensaba, sobre todo, cómo y cuánto cambiaría la comunicación.
Si bien siempre había acompañado sus palabras con los gestos y con la mirada, ésta ahora se tornaba imprescindible. Debía tomar el control y entrenarla para que no se disociara de lo que dijera, que no se apresurara, que no tuviera vida propia.
Con ella debía aprender a transmitir una sonrisa, a decir que sí, a dar paz y a controlar el caos. A no alarmar, a balancear el enojo con el estrés que se estaba viviendo día a día.
Y mientras bajaba el ascensor, había una idea que no dejaba de hacerle eco en sus pensamientos. Siempre iba a ver algo no controlable, algo independiente de las palabras. Algo, incluso, que ni subiendo un poquito el barbijo podría ocultar. La tristeza, el cansancio y, sobre todo, las lágrimas. Eso que, más allá de toda profesión, de toda experiencia, o de práctica, nos deja vulnerables, nos hace personas, y desnuda nuestros miedos más profundos.
0 comentarios :
Publicar un comentario