“Mamá, ¿tu papá
es un ángel?”, me preguntó Mila la semana pasada. Es que le conté que al día
siguiente íbamos a estar viajando al lugar donde aprendí a caminar. Ahí donde
vivíamos con mi papá, mi mamá y mis dos hermanos más grandes. Donde había un ombú
gigante y en donde la salida de la luna se veía atrás de un guarda ganados.
Endonde el dulce de leche casero casi siempre era líquido y una lata de
sardinas podía ser la salvación en una tarde de playa. Allá donde el jugo de
los duraznos en almíbar cotiza en la Bolsa y la virazón es moneda
corriente.
Hacia allá
partimos la semana pasada las tres chicas de esta casa. Me animé por primera
vez a manejar más de de 600 kilómetros sin tener alguien al costado que me
diera indicaciones. Como si ellas mismas hubieran sabido los nervios que me
daba manejar tanto tiempo sin Nico, se portaron mucho mejor que cuando viajamos
los cuatro juntos. Quizás que ya estén aprendiendo que en esta casa, el camino,
siempre va a ser parte del viaje. Durmieron, cantaron y abrí las ventanas cuando
ya se empezaron a aburrir. Llegamos.
La última tarde, que el día no estaba muy lindo, nos fuimos a hacer un pic nic con los más chiquititos de la casa. |
Vimos arcoiris,
vimos tormentas, y nos metimos en el mar muchas, muchas veces. Comimos dulce de
leche casero y duraznos en almíbar. Tomamos muchos mates. Les
mostré la casa donde viví hasta los 5 y de la que, inexplicamente, tengo
cientos de recuerdos. “Es hermosa, mamá”. Palabras literales que salieron de la
boca de mi hija mayor cuando entró a la casita que siempre me pareció tanto más grande. Hubo mucho viento. Viento norte, viento sur, viento del este. Hizo calor como
pocas veces recuerdo y vimos a toda la
gente que no vemos en el año. Primos, tíos, hermanos, hijos de primos, hijos de
hermanos, abuelos, bisabuelos, tíos abuelos, nos volvimos a encontrar en el
mismo lugar de siempre. Ese que nos vio crecer cada verano y al que no iba hace
casi tres. Nos reímos mucho. Ellas y yo. Subí más escaleras de las que solía
hacer y dormí muchas menos horas que cuando mis hijas no estaban en mis
planes.
No sé si mi
papá es un ángel. “Puede ser”, le contesté a Mila la semana pasada. Lo que sí
sé es que debe estar contento de saber que, a pesar de que el tiempo pase, aquel primer piso que nos vio crecer sigue
siendo un lugar de encuentro.
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