Estuve algunas horas en mi ciudad de siempre. Mis últimas escapadas a la gran urbe no suelen durar más de 24 horas. Las chicas se quedan acá en el campo, y siempre está el apuro por volver a estar con ellas. Esta vuelta viajé sola y aprovechando el día soñado de ayer, hice todo lo que tenía que hacer caminando.
Uno de mis paisajes de antes |
Cuando vivía allá, y siempre que podía, todo, todo, lo hacía caminando. Salía media hora o lo que fuera antes, me abrigaba si era necesario y caminaba, caminaba. Y caminaba. Los últimos años me compré una bici que reemplazó mis caminatas. Ayer agarré mi mochila y caminé por horas, mientras iba haciendo todo lo que tenía que hacer. Lo que más me gusta de estos regresos fugaces, y creo que ya lo dije alguna vez, es ver cómo se fueron transformando algunos lugares, cómo otros siguen tan iguales a cuando yo era chica, ver la llegada de nuevos locales, de cafés, de bares. Cómo crecieron los árboles, cómo desaparecieron otros. Cruzarme con la misma gente de siempre. Con menos pelos y más canas. Con los mismos trajes. Con algún hijo nuevo a cuestas o con algún bebé transformado en adolescente.
Me gusta caminar la ciudad porque la veo más de cerca. Porque huelo los mismos olores de siempre y me acuerdo de mi misma siendo parte de aquel paisaje. Entre esas calles aparecen mis amigas de toda la vida, que siguen igual que siempre. O lo que es mejor, lo que nos une sigue igual que siempre. Entonces vuelvo a mi casa, al hogar que formé tan lejos de aquellas calles y de aquellos olores. Cruzo caminos llenos de barro en una noche de lunes oscura y sin luna. Me esperan mis perros, la chimenea está prendida, hay lavandas en mi cocina y mis tres personas preferidas están dormidas. Y entiendo, una vez más, que la distancia no se la cuenta en kilómetros ni en caminos de tierra. Que todo sigue igual. Cierro los ojos me voy a dormir tranquila.
Me encantó!
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