Amanecí con frío. Como todos los mortales que están leyendo este post de este lado del mundo. Amanecí con frío, pero con la suerte de remolonear entre mis sábanas más tiempo de lo normal porque tengo ayuda a la mañana y yo también decidí tomarme vacaciones de invierno.
El pasto blanco que vi desde mi ventana me avisó que se viene un día bien de esta época. Desde temprano se escuchan las explosiones de la chimenea que consumen la leña mucho más rápido que los días menos fríos. Hay sol. De ese fuerte sin nubes ni interrupciones. Sol de invierno. Salgo de casa, con mi mochila, mis libros y mi computadora. Y con el frío seco y limpio de esta mañana, que choca mi nariz y se transforma en respiración, me voy a esas semanas de julio en mi infancia. Tengo la tentación de ir a buscar charcos escarchados. De lejos se escucha el arre de uno de los chicos de a caballo que está moviendo a un grupo de vacas con sus terneros recién nacidos.
El invierno decidido, como el otoño, también me gusta. Porque llega, pisa firma, asienta la tierra y ordena el cielo. Quema la leña y te pone pantuflas. Transforma al pasto en una alfombra que cruje y al viento, en un demonio sin piedad. Ese invierno, el de las vacaciones de mi infancia, me vino a visitar esta mañana.
¡Bienvenida sea, entonces, esta época del año!
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