Hace un montonazo que no escribo sobre mi cuarto bebé (Mila, Tania, mi huerta, mi libro, jaja). Tejiendo Infancia fue mi cuarto hijo y lo tengo un poco abandonado de este espacio. Me preguntó una amiga, hace poquito, qué se siente publicar algo tan tuyo. "Porque es más que un hijo", me dijo. "Un hijo te lo dan de prestado, un libro sos vos reflejada en páginas".
Me dejó pensando aquella tarde. En lo que se siente compartir con tanta gente que no te conoce, todo lo que pasó por tu cuerpo y tu corazón en aquellos primeros meses de incertidumbre. De marchas adelante y marchas atrás. De escribir con la mano y borrar con el codo. De llenarte de ilusiones y desilusiones, todo, en cuestión de semanas. De confiar y de soltar, y de aferrarte y apretar los dientes pensando que controlás lo que pasa.
"¿Qué se siente?". Miedo, mucho miedo se siente. Ganas de dar marcha atrás en el momento en que el libro está en imprenta. Ni qué hablar cuando decís "Hola, les vendo esto que escribí". Duda, mucha duda. Y de repente salís a la calle, caminás por una vidriera y ahí adentro está tu propia creación, la que amasaste con el tiempo, la que esperaste y dejaste que creciera, corregiste, leíste y releíste (y seguís encontrando errores que te queman las pestañas). Satisfacción y emoción, se siente. Por haber podido poner en palabras, y haberlas compartido a pesar del miedo "del qué dirán" (porque al final, ese es el miedo más grande que tenés en ese momento: la mirada del otro, la que te señala para bien o para mal que, en realidad, no es más que la mirada propia). Alivio, también. Porque si aquellas palabras no hubieran salido de mis dedos ni de mis cuadernos, se hubieran quedado estancadas por algún lado. Y eso pesa. Tranquilidad, se siente, cuando pasa la vorágine de los primeros ecos y ves que tus palabras fueron tan tiernamente ilustradas (y comprendidas) por esa amiga que llegó tarde a tus días, pero que llegó para llenarlos de color y darle forma a tu "cuarto hijo" (¡Gracias, Wonk).
¡Buen miércoles para todos y les dejo uno de los textos del libro que titulé "Descontrol". Para mi es uno de los que más resume aquellos primeros 24 meses y medio de mi vida como mamá (¡y los que le siguieron, también!).
No controlamos nada. Qué novedad. Lo había aprendido bien
fuerte cuando me quedé embarazada porque la historia era
confiar o confiar en que todo estaba bien sin ver
absolutamente
nada, hasta llegar al 15 de mayo. Y después nació, y el tema
este
de que no controlamos nada, se puso más serio. No
controlamos
cuánto comen cuando maman; ni cuántas horas pueden dormir;
no controlamos que les agarre un ataque de llanto en el
lugar
menos pensado ni cuándo ni cómo les salen los dientes. Ni
controlamos cuándo deciden empezar a gatear, ni menos a caminar; ni qué pasa cuando otra persona que no sea una, la está cuidando. Calculo que se pondrá más difícil esto de “dejar que las cosas sean". Porque van a seguir creciendo, lamentablemente,
y no vamos a controlar sus decisiones, ni qué amigos elijan,
ni qué carrera van a seguir (si deciden seguir alguna). Lo
más gracioso de todo esto es que pensamos que sí podemos
controlarlo todo. Hasta que algo se sale del cuadro. Ahí es
cuando nos vuelven a decir que en realidad, no controlamos
nada. Y que más vale que “descontrolemos” antes de que la
Vida nos quiera insistir con esta lección una vez más.
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