Pasa tan rápido
el tiempo que cada vez que llega una estación nueva, es como tener un deja vú de hace unos días.
Esto ya lo vi. Esto ya lo olí. Esto ya lo oí. Pero hay cosas que son nuevas.
Como que Tania, con sus dos años, esté sentadita en el asiento de atrás, con su
delantal a cuadros, su mochila, su coliga de a caballo, su chupete y que yo la esté
llevando al Jardín.
Esto no lo vi,
primero, porque Mila no fue a sala de 2. Segundo, porque llevar a su hermana mayor al Jardín el
año pasado, en marzo, era de las cosas que más me angustiaba en el día. Ella
parecía entender eso que me pasaba a mi y después ocurría todo eso que ocurre cuando las madres no podemos con nuestras caras de “no quiero, pero debo”. Lloraba a gritos (después me decían que no duraba más de dos minutos). Mi
llanto duraba lo que dura el camino del pueblo a casa. Y cada mañana se me
estrujaba de nuevo el estómago como si fuera el primer día de clases.
Llevarla a
Tania al Jardín es de las cosas que más me gustan en el día. Por ahora vamos
solas las dos porque entra más tarde que la hermana. Se queda sentadita atrás,
cada tanto mira por la ventana y encuentra las gallinas del vecino; los
chanchitos que cruzan el camino y un “tator” que lo ve a mil potreros de
distancia. A la salida del campo siempre hay lechuzas paradas en los postes del
alambrado. Las festeja cada vez que ve una. Frenamos la chata en la puerta de
su cole, como le decimos. Se saca el chupete, me lo da y me pide que lo guarde
en la mochila. Así, con sus centímetros de altura, me pide que le lleve la
mochila y entra a su sala sin siquiera mirar para atrás.
Llegó otro
otoño a casa. Distinto, nuevo, con los olores que trae esta estación, pero con la
certeza de que el descanso de las hojas guarda secretos e historias que van a
pedir ser contados. Aquí estaré.
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