Vengo mirando las banquinas de casa con ganas, desde hace varias semanas. Digo con ganas porque están bien cargadas de agua, con algunas nutrias que van y vienen, con flores que parecieran ser nenúfares, y lo que parecieran ser pequeños peces que saltan cada tanto.
En el verano les compré dos cañitas a las chicas que quedaron guardadas en un cajón. Mis ganas de pescar también parecieron quedarse en ese cajón, pero desde hace mucho más tiempo. Cuando éramos chicos el mejor programa durante los días de lluvia de verano, era irnos a un puente o a un montecito, a pescar dientudos. Éramos un malón que partía con pic nics, lombrices y botas de goma. Volvíamos con dientudos, bagres, lisas, las manos llenas de escamas y las uñas, de tierra. Empezaron a pasar los años, fuimos creciendo, y esto de ir al arroyito se transformó en un programa exclusivo para los más chiquitos.
El jueves pasado volví a pescar. No llevamos lombrices (¡nuestra carnada fue una salchicha cruda cortada en pedacitos!), pero llevamos una canasta, dos cañas, una manta donde sentarnos, y mucho Off. Mila se puso la gorra de su papá y a Tania no le faltó su conejo ni su chupete. Hubo pique, pero no logramos sacar al dientudo que luchaba contra el anzuelo mínimo de nuestra caña quebrada. Después de un rato ellas se cansaron. Agarraron el camino, buscaron piedras, comieron galletitas. Yo me saqué esas ganas de volver a pescar, de sentarme a esperar que pique la boya y ver algo colgado del otro lado de la línea. El dulce encanto de esperar. Cosas que pasan por acá un jueves cualquiera cuando una tiene la suerte (y el tiempo) de volver a jugar.
¡Buena semana larga para todos!
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Tejer Infancia
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