Hay algo que me gusta tanto como viajar y que es, volver de viaje. "Es señal de que estás grande", me dijeron en estos días cuando ya mi cabeza estaba pensando en mi casa. La mía y la de mi hija mayor, que se ve que disfruta de su lugar tanto como yo.
Siempre me gustó volver, en realidad. (No voy a negar, también, que la llegada de las niñas y el paso de los años también hacen que una quiera estar más en un solo lugar. O que al menos se sienta más cómodo con el "orden" de la rutina). Cuando era chica y viajaba sólo con una mochila cargada y unas buenas zapatillas, tenía una amiga que tenía el hábito de que cuando se acercaba el día de regreso, cambiaba su pasaje. Aunque fueran dos días o incluso menos, ella se quedaba. Sola o acompañada, su vuelta siempre era distinta a la fecha inicial.
A mi, en cambio, siempre me gustó volver. A encontrarme con mi mundo. Con mis cosas. Con mi estudio. Mi trabajo. Mis amigas. Mi familia. Pasan los años y sigo disfrutando de ese regreso. Quizás más todavía cuando las veo a las chicas correr a su cuarto, abrazar a sus muñecos, saltar en el sillón e ir encontrando lo que quedó en su lugar desde hace diez días. A ellas, como a mi, también les gusta la vuelta.
Para mi, salir a buscar lechuga en una noche abierta, clara y llena de luna, fue la mejor de las bienvenidas. Ni siquiera tuve que llevar linterna para ver que el sol había hecho de las suyas en mi huerta. Los coliflores blancos aparecieron entre sus hojas grandes y verdes y la rúcula, alta y más amarga, dejó relucir sus flores (que, para los que no saben, ¡quedan riquísimas en ensaladas!).
Acá me encuentro una vez más, después de unos días lejos de este teclado. Es lindo saber que acá también tengo un regreso.
¡Buen jueves para todo el mundo!
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