El ritual es el mismo desde hace 5 noches. Empezamos con paciencia, con mimos, caricias, explicando que ya es tiempo de dejarlo ir, que hay que dormir para disfrutar el día. Su llanto, al principio, es pausado. No molesta. Es un quejido. De repente sube el tono. Y sube, sube, sube. Arranca el pataleo. El quiero, no quiero, quiero, a los gritos. Demandando que alguien se acueste con ella. Y cuando alguien se acuesta con ella, pide quedarse sola. Quiero agua. No quiero agua en ese vaso. Llanto, llanto, queja. Pasan los minutos, se transforman en horas y ella sigue pidiendo sin pedir, el chupete que le sacamos hace menos de una semana.
Nosotros pasamos del amor profundo y las palabras calmas, a gritos con puertas cerradas. Disculpen las psicopedagogas y las abuelas, que nos miran con los ojos desorbitados cuando nos ven con los pelos de punta por una chiquita de 3 años y medio que está con síndrome de abstinencia desde hace cinco días. Hacemos lo que podemos. Nos vamos turnando, de a ratos, cuando a uno se le acaba la dosis de paciencia. Estoy monotemática con el temita del chupete a la noche, lo sé. Ayer levanté a una maestra que hacía dedo en la ruta y me sugirió que, además de tener paciencia, le sacara el foco al tema. Así que lo escribo hoy, y prometo dejarlo ir...
"Yo le dejé el chupete de mi hijo a las vacas y desde ese día reina la paz". ¡Que reine la paz en mi casa, al menos a la noche! Los corderitos se quedaron con el chupete de Mila y con el sueño pacífico de toda mi familia, que durante el día se transforma en dolor de cabeza y en ojeras multicolor. En fin, paciencia se llama otra vez la historia. Y aprender que no hay fórmulas exactas en esto de criar hijos. La única fórmula será, una vez más, acompañar y dejar pasar. El sueño ya va a volver.
¡Buena semana para todo el mundo!
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