Un 17 de marzo, hace cuatro años, había mucho viento y mucho sol. Esa mañana me levanté muy temprano, entre emocionada y ansiosa. En la cocina de aquella casa a dos cuadras de la playa, mis sobrinos, que hasta ese momento eran sólo tres, estaban tomando sus mamaderas y vasitos de leche. Sus papás, entre lagañosos y despeinados, intentaban arrancar el día.
Abrí la puerta y salí, descalza, y me fui a la playa. Sólo se escuchaba el arrullo del mar y algunas gaviotas que también amanecieron con la luz del sol. Y caminé, y caminé, y sonreí, y me emocioné, y agradecí, y agradecí, y agradecí. Unas horas más tarde, con este telón de fondo, y con cientos de amigos, celebramos nuestro casamiento.
Fue de los días más lindos que recuerdo en mis 34 años de vida. No solo porque empezamos a formar nuestra familia, sino porque entendí más claro que nunca, que no hay mal que por bien no venga. Que si las cosas cosas suceden, es porque convienen.
Cuatro
años antes de aquel día mágico en la playa, un 17 marzo, bien lejos del
mar, mi novio de aquel entonces, con quien habíamos estado juntos 8
años y estábamos organizando nuestro casamiento, me decía que no quería
estar más conmigo. Quiso la Vida y el destino que una fecha tan triste
para mi se transformara en uno de los días más felices que pueda
recordar. Una señal clara, clarísima, casi un guiño desde Algún Lado, de
que todo se transforma. De que nuestros planes son ínfimos comparados a
los que nos tiene la Vida. De un cachetazo, me dieron la mejor lección.
Fue la única manera que tuve aprenderla. Hoy, cuando algún plan se
desbarata -casi todos los días-, intento volver a ese 17 de marzo, al
del sol, al del viento y al de cientos amigos celebrando, para entender
que si las cosas pasan, es porque convienen. Y porque de verdad, a la
vuelta de la esquina, nos está esperando algo mejor.
Groso!!! Impresionante vivencia y leccion. Aunque nos cueste vislumbrarlo a veces, siempre los planes del de arriba son mas sabios que nuestros pequeños grandes planes.
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